«¿Le dedica usted más de tres horas al día a pensar en su dieta? ¿Se preocupa más por la calidad de sus alimentos que por el placer derivado de su consumo? ¿Disminuye su calidad de vida conforme aumenta la calidad de su alimentación? ¿Manifiesta sentimiento de culpa cuando no cumple con sus convicciones dietéticas? ¿Planifica excesivamente lo que comerá al día siguiente? ¿Le provoca algún tipo de aislamiento social el seguimiento de su dieta?» Si la respuesta a todas estas preguntas ha sido afirmativa, muy probablemente desconozca que presenta una seria susceptibilidad de padecer ortorexia nerviosa: un desorden obsesivo-compulsivo en el que el sujeto muestra una preocupación excesiva por un tipo de alimentación considerada por él mismo como saludable.
El término ortorexia propiamente dicho fue alumbrado por el médico norteamericano Steven Bratman (ortho: justo, recto; y orexia: apetencia) allá por el año 1996, después de más de 25 años dedicados al estudio de los movimientos dietéticos alternativos, de los que fue ampliamente partícipe y en cuya experiencia basa su actual labor de divulgador. No obstante, no sería hasta el año 2000 cuando la ortorexia adquiriría una mayor relevancia, tras la publicación de The Health Food Junkies, obra del propio Bratman. Tal fue la fuerza con que le arrastró ese maelstrom que es la ortorexia, que narra cómo llegó incluso al extremo de contar el número de veces que masticaba sus alimentos antes de tragarlos: cincuenta veces. Pero si existe un elemento común a todos los ortoréxicos, es éste el de una obsesión morbosa por un determinado tipo de alimentos en detrimento de otros, puliendo así su propia jerarquía de preferencias de modo que el sujeto añade cada vez más alimentos nuevos (elevándolos a la categoría de descubrimiento o revelación) al tiempo que suprime otros tantos. Un caso ilustrativo de toda esta fenomenología sería el del sujeto que comienza suprimiendo los lácteos para poco después acabar rechazando todo alimento graso, previo paso a su conversión al veganismo estricto y, una vez aquí, comenzar a refinar sus preferencias dietéticas de modo que no solo le basten determinados vegetales, sino que su interés se centre exclusivamente en los alimentos de agricultura ecológica, hasta acabar presentando auténticas fobias por los pesticidas, transgénicos o aditivos. Y es que una de las características de este trastorno es la progresión escalonada y silenciosa, un rasgo muy presente también en otros trastornos de la alimentación tales como la anorexia o la bulimia. No en vano, anorexia y ortorexia presentan unas simetrías muy definidas en relación al perfil. Con todo, los círculos más susceptibles de alumbrar individuos ortoréxicos son los veganos estrictos, macrobióticos, raw-food, así como aquellos relacionados con el mundo del fitness. Precisamente es dentro de los gimnasios donde se está produciendo un mayor incremento de este trastorno, lo que nos muestra muy a las claras que, tal y como ocurre con la anorexia, se trata de un tipo de desajuste propio de sociedades desarrolladas.
El término ortorexia propiamente dicho fue alumbrado por el médico norteamericano Steven Bratman (ortho: justo, recto; y orexia: apetencia) allá por el año 1996, después de más de 25 años dedicados al estudio de los movimientos dietéticos alternativos, de los que fue ampliamente partícipe y en cuya experiencia basa su actual labor de divulgador. No obstante, no sería hasta el año 2000 cuando la ortorexia adquiriría una mayor relevancia, tras la publicación de The Health Food Junkies, obra del propio Bratman. Tal fue la fuerza con que le arrastró ese maelstrom que es la ortorexia, que narra cómo llegó incluso al extremo de contar el número de veces que masticaba sus alimentos antes de tragarlos: cincuenta veces. Pero si existe un elemento común a todos los ortoréxicos, es éste el de una obsesión morbosa por un determinado tipo de alimentos en detrimento de otros, puliendo así su propia jerarquía de preferencias de modo que el sujeto añade cada vez más alimentos nuevos (elevándolos a la categoría de descubrimiento o revelación) al tiempo que suprime otros tantos. Un caso ilustrativo de toda esta fenomenología sería el del sujeto que comienza suprimiendo los lácteos para poco después acabar rechazando todo alimento graso, previo paso a su conversión al veganismo estricto y, una vez aquí, comenzar a refinar sus preferencias dietéticas de modo que no solo le basten determinados vegetales, sino que su interés se centre exclusivamente en los alimentos de agricultura ecológica, hasta acabar presentando auténticas fobias por los pesticidas, transgénicos o aditivos. Y es que una de las características de este trastorno es la progresión escalonada y silenciosa, un rasgo muy presente también en otros trastornos de la alimentación tales como la anorexia o la bulimia. No en vano, anorexia y ortorexia presentan unas simetrías muy definidas en relación al perfil. Con todo, los círculos más susceptibles de alumbrar individuos ortoréxicos son los veganos estrictos, macrobióticos, raw-food, así como aquellos relacionados con el mundo del fitness. Precisamente es dentro de los gimnasios donde se está produciendo un mayor incremento de este trastorno, lo que nos muestra muy a las claras que, tal y como ocurre con la anorexia, se trata de un tipo de desajuste propio de sociedades desarrolladas.
En cuanto al perfil, hablamos de individuos generalmente muy meticulosos, ordenados, estrictos, con una gran necesidad de protección y control, exigentes consigo mismos y especialmente vulnerables. Es precisamente al abrigo de esa vulnerabilidad donde nace la sensación de seguridad que les reporta el seguimiento riguroso de una dieta restrictiva, de modo que la autoimposición de prohibiciones y la capacidad de cumplirlas acaba por brindarles una muy marcada falsa-autoestima. Una seguridad impostada que al igual que en otros TCA tiene los pies de barro. De ahí el sentimiento de culpa hallado cada vez que sucumben sin ser capaces de seguir aunque sea por un día sus propias prohibiciones. Un hecho que en muchas ocasiones termina erosionando la vida social del afectado, ya que hasta el simple hecho de salir de casa para cenar con los amigos y saltarse la dieta puede crearle auténticas crisis, mermando aún más esa falsa seguridad. Es por ello por lo que en numerosas ocasiones acaban incluso por cambiar el círculo de amistades, penetrando en otro donde todos compartan sus mismas obsesiones –otro rasgo muy común en la anorexia. Todo ello no hace sino crear una sensación de superioridad moral casi espiritual, como si la propia demostración de autocontrol y abnegación fuera el espejo mismo en el que todo humano debiera mirarse. De ahí que, como cuenta Steven Bratman, «alguien que se pasa el tiempo comiendo galletas de quinoa y tofu puede sentirse tan santo como si hubiera dedicado su vida a ayudar a los desamparados».
Respecto a las implicaciones diarias del trastorno derivadas del seguimiento de la dieta, Javier Arancetra Bartina, del Departamento de Medicina y Salud Pública de la Universidad de Navarra, nos dice que éstas se manifiestan en cuatro fases. «Un primer apartado que se dedica a pensar con preocupación y detenidamente qué va a comer ese día o los siguientes; una segunda fase relacionada con la compra meticulosa e hipercrítica de cada uno de los ingredientes; una tercera fase relacionada con la preparación culinaria de estos ingredientes en la que también tendrán que estar presentes técnicas y procedimientos que no se relacionen con peligros para la salud; y una cuarta fase de satisfacción, confort o culpabilidad en función del cumplimiento adecuado de los tres apartados precedentes». Y es que cuando el placer de comer –el acto social por excelencia– se ve maniatado e incluso mutilado por el cumplimiento de unos objetivos capaces de restarle calidad de vida al individuo al arrimo de sus propias obsesiones y falsos espejismos, todo fin entra por sí mismo de lleno en el plano de lo patológico. De hecho, un punto especialmente importante en relación con la ortorexia es esa falsa creencia de que todas esas restricciones dietéticas están en relación directa con una mejor salud. Las personas ortoréxicas suelen intercambiar experiencias, creencias, datos, medias verdades o incluso auténticas mentiras a fin de defender su postura y castigar aquellas otras contrarias a sus propósitos, siempre al margen de criterios puramente científicos. Es lo que en psicología social conocemos como el sesgo de perseverancia en la creencia: la persistencia de nuestras creencias y concepciones iniciales, incluso cuando los fundamentos en que se basaban han sido desacreditados.
Respecto a las implicaciones diarias del trastorno derivadas del seguimiento de la dieta, Javier Arancetra Bartina, del Departamento de Medicina y Salud Pública de la Universidad de Navarra, nos dice que éstas se manifiestan en cuatro fases. «Un primer apartado que se dedica a pensar con preocupación y detenidamente qué va a comer ese día o los siguientes; una segunda fase relacionada con la compra meticulosa e hipercrítica de cada uno de los ingredientes; una tercera fase relacionada con la preparación culinaria de estos ingredientes en la que también tendrán que estar presentes técnicas y procedimientos que no se relacionen con peligros para la salud; y una cuarta fase de satisfacción, confort o culpabilidad en función del cumplimiento adecuado de los tres apartados precedentes». Y es que cuando el placer de comer –el acto social por excelencia– se ve maniatado e incluso mutilado por el cumplimiento de unos objetivos capaces de restarle calidad de vida al individuo al arrimo de sus propias obsesiones y falsos espejismos, todo fin entra por sí mismo de lleno en el plano de lo patológico. De hecho, un punto especialmente importante en relación con la ortorexia es esa falsa creencia de que todas esas restricciones dietéticas están en relación directa con una mejor salud. Las personas ortoréxicas suelen intercambiar experiencias, creencias, datos, medias verdades o incluso auténticas mentiras a fin de defender su postura y castigar aquellas otras contrarias a sus propósitos, siempre al margen de criterios puramente científicos. Es lo que en psicología social conocemos como el sesgo de perseverancia en la creencia: la persistencia de nuestras creencias y concepciones iniciales, incluso cuando los fundamentos en que se basaban han sido desacreditados.
Un punto éste último muy marcado en aquellos individuos ortoréxicos obsesionados con los productos ecológicos, siempre bajo la presuposición de que este tipo de alimentos carecen de riesgos para la salud por el simple hecho de no haber sido tratados con pesticidas o cualquier tipo de manipulación genética. Un razonamiento viciado desde el origen, como a bien nos recuerda Francisco García Olmedo, Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid, subrayando que los productos ecológicos presentan con mayor frecuencia «coliformes fecales, incluida la cepa letal Escherichia coli O157:H7, de Campilobacter spp., de dioxinas o de aflatoxinas y otras toxinas fúngicas». No podemos olvidar que las plantas por sí mismas han ido desarrollando diferentes mecanismos de defensa frente a los herbívoros a lo largo de su evolución a fin de garantizar la disuasión o el incluso el rechazo. Desde protecciones físicas como aguijones, espinas o pelos, hasta protecciones químicas, por medio de lo que conocemos como metabolitos secundarios, ya sea en forma de reductores de digestibilidad o mediante todo un rosario de tóxicos de lo más variado: alcaloides, proteínas tóxicas, terpenoides o hidrocarburos poliacetilénicos. ¿Qué es sino un tóxico defensivo la solanina de las patatas, berenjenas o tomates inmaduros? ¿Y las toxinas latíricas de algunas leguminosas? Por no hablar de la sobreexposición a determinados elementos presentes en según qué alimentos, como ocurre con el yodo en relación a las algas marinas. La inmensa mayoría de algas disponibles en el mercado superan entre en un 650% y un 24.000% el límite superior de ingesta a partir del cual el yodo se torna especialmente peligroso para la salud de los humanos, tal y como ocurre con la variedad Kombu. Sin embargo, todos estos detalles son sepultados automáticamente por el individuo obsesionado con este tipo de alimentos a fin de preservar sus propias convicciones. Perseverancia en la creencia. Algo muy presente –y cada vez más– en el mundo del fitness, como ya subrayamos anteriormente, donde muchos de los afectados intercambian consejos, trucos, experiencias y, llegando más lejos, incluso se atreven a prescribir dietas y consejos nutricionales repletos de mitos y peligros, como la tan venteada dieta cetogénica, mediante la cual obligan al organismo a obtener equivalentes glucídicos a base de cuerpos cetónicos, entre los cuales se encuentra la acetona, compuesto del que derivan los efectos narcóticos propios de la cetogénesis.
Según el Dr. Vicente Turón, Jefe de la Unidad de Trastornos Alimentarios de la Ciudad Sanitaria de Bellvitge, el trasfondo real de este tipo de comportamientos obsesivos no es otro que el de la reafirmación del individuo mediante la diferenciación de la masa; es decir, la singularización exhibicionista del sujeto a fin de obtener esa falsa autoestima antes mencionada. Como si lo diferente fuera necesariamente sinónimo de mejor. Por el contrario, esa necesidad de alumbrar las diferencias suele ser a menudo bastante sintomática, como ocurre con el trastorno del que hablamos. Si a todo esto le añadimos los efectos negativos de una alimentación de por sí mal estructurada, el mal doblega su poder, tal y como vemos en muchos veganos estrictos para los cuales la asunción de vitamina B12 es prácticamente imposible (lácteos y carnes), estando relacionado este déficit de B12 con alteraciones del comportamiento, lo cual aumenta aún más las obsesiones morbosas y el enquistamiento mismo del trastorno.
Lo cierto es que el ser humano viene aumentando su esperanza de vida un trimestre por año durante las últimas dos décadas, en grandísima medida gracias a los avances en la producción y conservación de los alimentos, dejando así perderse por el desagüe toda esperanza de triunfo para la carraca catastrofista en relación a su rechazo hacia los aditivos, alimentos transgénicos, etc. Si la publicidad y el penoso tratamiento de determinada información son muy a menudo la semilla del futuro desencadenamiento de trastornos de la conducta alimentaria como la anorexia y la bulimia en las adolescentes, no corre distinta suerte esta nueva cultura del miedo y el pánico a determinados alimentos en relación al desarrollo de trastornos como la ortorexia. Un trastorno obsesivo-compulsivo en el que el sujeto, en su persecución particular de un bien, acaba por arrojarse de lleno a un mal de muy dificil retorno. Tan es así que la Organización Mundial de la Salud estima en un 28% su incidencia. Estados Unidos, por su parte, reporta más de 5.000 ingresos en centros de atención por ortorexia –obviando que, como ocurre en otros TCA, la colaboración del paciente en el reconocimiento del trastorno es prácticamente nula. En 2003 se produjo la primera víctima en relación con la ortorexia, Kate Finn, muriendo por inanición. Según sus propias palabras «sólo quería estar sana». Esta es, pues, la paradoja de la ortorexia: un trastorno en el que la búsqueda de la salud puede salir bastante cara.
Según el Dr. Vicente Turón, Jefe de la Unidad de Trastornos Alimentarios de la Ciudad Sanitaria de Bellvitge, el trasfondo real de este tipo de comportamientos obsesivos no es otro que el de la reafirmación del individuo mediante la diferenciación de la masa; es decir, la singularización exhibicionista del sujeto a fin de obtener esa falsa autoestima antes mencionada. Como si lo diferente fuera necesariamente sinónimo de mejor. Por el contrario, esa necesidad de alumbrar las diferencias suele ser a menudo bastante sintomática, como ocurre con el trastorno del que hablamos. Si a todo esto le añadimos los efectos negativos de una alimentación de por sí mal estructurada, el mal doblega su poder, tal y como vemos en muchos veganos estrictos para los cuales la asunción de vitamina B12 es prácticamente imposible (lácteos y carnes), estando relacionado este déficit de B12 con alteraciones del comportamiento, lo cual aumenta aún más las obsesiones morbosas y el enquistamiento mismo del trastorno.
Lo cierto es que el ser humano viene aumentando su esperanza de vida un trimestre por año durante las últimas dos décadas, en grandísima medida gracias a los avances en la producción y conservación de los alimentos, dejando así perderse por el desagüe toda esperanza de triunfo para la carraca catastrofista en relación a su rechazo hacia los aditivos, alimentos transgénicos, etc. Si la publicidad y el penoso tratamiento de determinada información son muy a menudo la semilla del futuro desencadenamiento de trastornos de la conducta alimentaria como la anorexia y la bulimia en las adolescentes, no corre distinta suerte esta nueva cultura del miedo y el pánico a determinados alimentos en relación al desarrollo de trastornos como la ortorexia. Un trastorno obsesivo-compulsivo en el que el sujeto, en su persecución particular de un bien, acaba por arrojarse de lleno a un mal de muy dificil retorno. Tan es así que la Organización Mundial de la Salud estima en un 28% su incidencia. Estados Unidos, por su parte, reporta más de 5.000 ingresos en centros de atención por ortorexia –obviando que, como ocurre en otros TCA, la colaboración del paciente en el reconocimiento del trastorno es prácticamente nula. En 2003 se produjo la primera víctima en relación con la ortorexia, Kate Finn, muriendo por inanición. Según sus propias palabras «sólo quería estar sana». Esta es, pues, la paradoja de la ortorexia: un trastorno en el que la búsqueda de la salud puede salir bastante cara.