«Hara hachi bu». O lo que es lo mismo: estómago lleno ocho partes de diez. Así reza el famoso mantra confuciano por el cual vienen rigiéndose los habitantes de la Isla de Okinawa a la hora de enfrentarse a sus frugales comidas diarias. Un 80% de su capacidad de ingesta total. Es posible que los okinawenses representen la única comunidad del mundo sometida voluntariamente a lo que conocemos como restricción calórica (RC). Y ésta, aun perfilando los límites del 20%, no desmerece en fondo y forma a lo que a través de tal práctica es posible alcanzar. Conocida por vieja es la relación entre comer menos y vivir más, siempre que esta merma en la ingesta no represente desequilibrios en las proporciones nutricionales. Es decir, se trataría de ingerir la misma proporción de principios inmediatos que en una dieta estandarizada pero en dosis inferiores.
En Okinawa se concentra la mayor densidad de población centenaria del planeta. Además, determinadas enfermedades propias de la civilización occidental brillan por su ausencia. Este hecho, en un paroxismo de burdo atrevimiento, podría achacarse a la propia genética de los okinawenses, de modo que en la lotería de la evolución sus boletos resultaran premiados y, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Sin embargo, los hechos son muy otros. En un estudio descriptivo realizado sobre 100.000 okinawenses emigrantes residentes en Brasil y los cuales adoptaron los hábitos alimenticios propios del país, la esperanza de vida se vio reducida en 17 años respecto a sus iguales residentes en la Isla de Okinawa. Idénticos resultados fueron hallados en los distintos estudios de poblaciones llevados a cabo con los japoneses residentes en Hawai y California, toda vez que éstos asumieron la Western diet. Todo esto no hace sino descartar el factor genético, ya que la incidencia de ciertas enfermedades como la cardiopatía isquémica o determinados tipos de cáncer (ver tabla), varía según el lugar de residencia.
En Okinawa se concentra la mayor densidad de población centenaria del planeta. Además, determinadas enfermedades propias de la civilización occidental brillan por su ausencia. Este hecho, en un paroxismo de burdo atrevimiento, podría achacarse a la propia genética de los okinawenses, de modo que en la lotería de la evolución sus boletos resultaran premiados y, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Sin embargo, los hechos son muy otros. En un estudio descriptivo realizado sobre 100.000 okinawenses emigrantes residentes en Brasil y los cuales adoptaron los hábitos alimenticios propios del país, la esperanza de vida se vio reducida en 17 años respecto a sus iguales residentes en la Isla de Okinawa. Idénticos resultados fueron hallados en los distintos estudios de poblaciones llevados a cabo con los japoneses residentes en Hawai y California, toda vez que éstos asumieron la Western diet. Todo esto no hace sino descartar el factor genético, ya que la incidencia de ciertas enfermedades como la cardiopatía isquémica o determinados tipos de cáncer (ver tabla), varía según el lugar de residencia.
No obstante, lo que conocemos hasta el momento en relación a la restricción calórica en humanos presenta multitud de aristas. Mucho de lo que sabemos acerca de la influencia de la restricción calórica sobre el envejecimiento proviene de los estudios clásicos de McCay et al. llevados a cabo durante los años 30 del siglo XX. Durante los mismos, el equipo de McCay demostró que las ratas sometidas a restricción calórica tenían una esperanza de vida superior en un 33% al grupo control. Sin embargo, su tamaño y maduración aparecían notablemente atrofiados. Años después se adheriría a la causa el prestigioso fisiólogo norteamericano Ancel Keys –a quien en esta orilla recordamos por ser el partero de la «dieta mediterránea»–. Los resultados del Experimento de Minnesota, como así se le conoció a dicho estudio, fueron cuanto menos turbios, ya que lo que se logró fue un estado de inanición controlada en la que tanto los cambios físicos como cognitivos fueron visibles. Durante el experimento, se sometió a un grupo de objetores de conciencia de la Segunda Guerra Mundial a una restricción calórica del 50% durante once meses, mediante la cual alcanzaron una pérdida ponderal del 25% respecto al peso inicial, con sus correspondientes derivados fisiológicos. Pero si hay algo que llamó la atención, fue el daño emocional sufrido por los sujetos experimentales: trastornos de la personalidad, depresión, períodos de elación seguidos de apatía, deterioro del cuidado de la higiene, ansiedad, así como desórdenes psicóticos, fueron muchos de los males comunes a los participantes durante los meses que duró el experimento e incluso mucho después del mismo. Huelga señalar a modo de macabra anécdota que, por una de esas ironías de la historia, ni el propio Keys ni los voluntarios implicados sabían en ese momento que lo conseguido en el Experimento de Minnesota se estaba ya logrando en los campos de concentración de Dachau, Majdanek o Treblinka de uno modo mucho menos ortodoxo.
Cuando hablamos de los okinawenses, hacemos referencia a un proceso cultural mediante el cual logran, a lo sumo, un desfase en el aporte calórico del 20%. Con todo, se estima que la ingesta calórica media de los habitantes de Okinawa pendula entre las 1500-1800 calorías diarias. Nada alarmante, habida cuenta de las 2000 calorías diarias recomendadas por la USDA. Por lo tanto, en lo sucesivo, hablaremos de restricción calórica en un sentido mucho más riguroso: 40-50%.
Lo que nos dice el estudio acerca de la restricción calórica en animales es bastante revelador, no en vistas a implementar restricciones del 40-50% en seres humanos, sino a lo que vamos conociendo respecto a los mecanismos celulares implicados en el proceso de envejecimiento. Y es que las huellas filogenéticas de nuestros predecesores se solapan entre sí, de modo que sabemos que los mecanismos capaces de hilar restricción calórica y longevidad se mantienen parejos entre los distintos organismos estudiados, desde levaduras, nematodos, moscas, peces, roedores hasta, finalmente, nuestros parientes más cercanos: los monos. Es por ello por lo que existen razones más que sólidas para relacionar restricción calórica y longevidad incluso entre los seres humanos.
A día de hoy, son dos las teorías más ampliamente aceptadas en la explicación de los mecanismos del envejecimiento, íntimamente interconectadas entre sí: la teoría de la glucosilación no enzimática de proteínas y la teoría de los radicales libres.
Respecto a la teoría de la glucosilación no enzimática de proteínas –también conocida como reacción de Maillard– sabemos que está más que presente en cada una de nuestras cocinas, ya que es ésta la reacción por la cual determinados alimentos adquieren ese color parduzco o café cuando son calentados en exceso, ya se trate de una parrillada o del caramelo tostado. Bioquímicamente hablando, significa que el grupo amino de las proteínas reacciona con el grupo carbonilo de los azúcares, formando un compuesto intermedio llamado base de Schiff y que, mediante una serie de complejas biotransformaciones, formará los productos de glucosilación avanzada. Entre las enzimas estudiadas sobre las cuales la acción de los productos de glucosilación avanzada incide en la disminución de su actividad biológica, reseñaremos dos: la bomba de calcio (Ca2+ATPasa) y la superóxido dismutasa (SOD), actriz principal ésta última de la teoría de los radicales libres.
La bomba de calcio juega un papel esencial en la regulación de la concentración citoplasmática del catión calcio (especialmente en el eritrocito), de modo que su inactivación por los productos de glucosilación avanzada genera grandes alteraciones en la expresión génica, diferenciación celular y determinadas funciones neuronales, entre otras muchas más.
En cuanto a la superóxido dismutasa, sabemos que, junto con la catalasa, representan las joyas de la corona de los antioxidantes. Todos los pasos oxidativos de la degradación de glúcidos, grasas y aminoácidos convergen en la cadena de transporte electrónico mitocondrial y fosforilación oxidativa. Durante la reducción del oxígeno a agua en el último paso de la cadena de transporte de electrones, a menudo sucede que se produce una reducción parcial o incompleta del oxígeno, dando lugar a moléculas muy reactivas que conocemos como radicales libres. Estos radicales libres (peróxido de hidrógeno, superóxido y oxígeno singlete) poseen un electrón sin aparear, por lo que crean reacciones en cadena, generando un efecto dominó mediante el cual se desestabilizan numerosas moléculas de toda naturaleza. Uno de los efectos más nocivos de estas especies reactivas del oxígeno (ROS) es el estrés oxidativo, responsable directo de la muerte celular por apoptosis, envejecimiento celular, cáncer, mutaciones, etc.
Este es, por tanto, el andamiaje sobre el que descansa, a fin de cuentas, la teoría del envejecimiento. Y esta es la razón por la cual una merma en la biosíntesis de agentes antioxidantes como la superóxido dismutasa puede dar lugar a errores y fallos acumulativos tanto en la expresión génica como en la propia salud mitocondrial. Recordemos que las mitocondrias, al carecer de histonas y de mecanismos de reparación, presentan una más que acentuada falta de protección de su genoma mitocondrial, por lo que la destrucción por los radicales libres se torna irreversible
Lo que nos dice el estudio acerca de la restricción calórica en animales es bastante revelador, no en vistas a implementar restricciones del 40-50% en seres humanos, sino a lo que vamos conociendo respecto a los mecanismos celulares implicados en el proceso de envejecimiento. Y es que las huellas filogenéticas de nuestros predecesores se solapan entre sí, de modo que sabemos que los mecanismos capaces de hilar restricción calórica y longevidad se mantienen parejos entre los distintos organismos estudiados, desde levaduras, nematodos, moscas, peces, roedores hasta, finalmente, nuestros parientes más cercanos: los monos. Es por ello por lo que existen razones más que sólidas para relacionar restricción calórica y longevidad incluso entre los seres humanos.
A día de hoy, son dos las teorías más ampliamente aceptadas en la explicación de los mecanismos del envejecimiento, íntimamente interconectadas entre sí: la teoría de la glucosilación no enzimática de proteínas y la teoría de los radicales libres.
Respecto a la teoría de la glucosilación no enzimática de proteínas –también conocida como reacción de Maillard– sabemos que está más que presente en cada una de nuestras cocinas, ya que es ésta la reacción por la cual determinados alimentos adquieren ese color parduzco o café cuando son calentados en exceso, ya se trate de una parrillada o del caramelo tostado. Bioquímicamente hablando, significa que el grupo amino de las proteínas reacciona con el grupo carbonilo de los azúcares, formando un compuesto intermedio llamado base de Schiff y que, mediante una serie de complejas biotransformaciones, formará los productos de glucosilación avanzada. Entre las enzimas estudiadas sobre las cuales la acción de los productos de glucosilación avanzada incide en la disminución de su actividad biológica, reseñaremos dos: la bomba de calcio (Ca2+ATPasa) y la superóxido dismutasa (SOD), actriz principal ésta última de la teoría de los radicales libres.
La bomba de calcio juega un papel esencial en la regulación de la concentración citoplasmática del catión calcio (especialmente en el eritrocito), de modo que su inactivación por los productos de glucosilación avanzada genera grandes alteraciones en la expresión génica, diferenciación celular y determinadas funciones neuronales, entre otras muchas más.
En cuanto a la superóxido dismutasa, sabemos que, junto con la catalasa, representan las joyas de la corona de los antioxidantes. Todos los pasos oxidativos de la degradación de glúcidos, grasas y aminoácidos convergen en la cadena de transporte electrónico mitocondrial y fosforilación oxidativa. Durante la reducción del oxígeno a agua en el último paso de la cadena de transporte de electrones, a menudo sucede que se produce una reducción parcial o incompleta del oxígeno, dando lugar a moléculas muy reactivas que conocemos como radicales libres. Estos radicales libres (peróxido de hidrógeno, superóxido y oxígeno singlete) poseen un electrón sin aparear, por lo que crean reacciones en cadena, generando un efecto dominó mediante el cual se desestabilizan numerosas moléculas de toda naturaleza. Uno de los efectos más nocivos de estas especies reactivas del oxígeno (ROS) es el estrés oxidativo, responsable directo de la muerte celular por apoptosis, envejecimiento celular, cáncer, mutaciones, etc.
Este es, por tanto, el andamiaje sobre el que descansa, a fin de cuentas, la teoría del envejecimiento. Y esta es la razón por la cual una merma en la biosíntesis de agentes antioxidantes como la superóxido dismutasa puede dar lugar a errores y fallos acumulativos tanto en la expresión génica como en la propia salud mitocondrial. Recordemos que las mitocondrias, al carecer de histonas y de mecanismos de reparación, presentan una más que acentuada falta de protección de su genoma mitocondrial, por lo que la destrucción por los radicales libres se torna irreversible
Volviendo a lo que nos ocupa, y en relación con la restricción calórica, sabemos que con la misma los pistones de la mitocondria no alcanzan el grado de erosión que cabría esperar con el transcurso de una dieta hipercalórica, ya que el número de electrones que desembarcan en el citocromo c con el fin de reducir el oxígeno a agua es mucho menor, por lo que el riesgo de generar radicales libres ROS es menos elevado. Por tanto, es posible conocer por qué una menor ingesta de calorías está en íntima relación con un menor daño oxidativo; pero, ¿basta tan solo eso para explicar la relación entre longevidad y restricción calórica?
De acuerdo con los científicos del Instituto Salk de Estudios Biológicos de San Diego, California, la respuesta se halla un paso más allá y tiene nombre y apellido: PHA-4. Según los hallazgos del equipo de Siler H. Panowski, el gen PHA-4 sería la llave que abriría o cerraría el mayor envejecimiento en relación con la restricción calórica. «Si se bloquea el gen PHA-4, la restricción calórica no produce efecto alguno, mientras que si se incentiva la actividad de este gen se produce un envejecimiento prolongado, armonioso y dinámico», aseveran. Estos hallazgos, logrados tras años de estudios de la restricción calórica en el nematodo Caenorhabditis elegans, hacen barruntar los mismos efectos con la versión humana del gen, el Foxa-1, después de haber obtenido idénticos resultados en los trabajos con el PHA-4 en mamíferos. Lo cierto es que toda vez que lograron sobreexpresar el gen PHA-4 en el Caenorhabditis elegans, éste alcanzó una longevidad 20-30% mayor que el grupo control.
Por su parte, el Profesor Leonard Guarente, del departamento de Biología del imponente Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), halló el modo en que las sirtuinas, enzimas implicadas en la expresión de los genes SIRT-1, SIRT-3 y SIRT-4 (Silent Information Regulator), aumentaban en relación a la restricción calórica. De la SIRT-1 sabemos que inhibe la biosíntesis de insulina, además de ser un modulador de la apoptosis celular, todo ello en base a su acción sobre el gen p53, de la familia de los genes supresores tumorales, lo que explicaría no sólo la mayor longevidad lograda mediante la restricción calórica, sino además, la merma en el desarrollo de tumores en los animales estudiados en comparación con sus iguales de control. Pero si hay alguien que se entromete entre los factores del trinomio restricción calórica, longevidad e inhibición del crecimiento tumoral, son sin duda los telómeros.
Los telómeros son los encargados de proteger los extremos de cada uno de nuestros cromosomas, conformando una suerte de caperuza altamente repetitiva que se erosiona con cada una de las divisiones celulares. Es por ello por lo que las células cancerosas acaban por volverse inmortales, ya que la actividad de la telomerasa (enzima encargada de la elongación de los telómeros) se halla incrementada, de modo que no sólo no envejecen ni se erosionan con cada división, sino que pueden dividirse hasta el infinito sin encontrar freno o resistencia alguna. Sin embargo, se ha comprobado experimentalmente cómo animales expuestos a una restricción calórica del 40% presentaron una menor velocidad en la reducción de los telómeros conforme se producían las distintas divisiones celulares, lo que se tradujo en un número menor de aberraciones cromosómicas, tumores, así como un aumento del 20% en la vida media.
De acuerdo con los científicos del Instituto Salk de Estudios Biológicos de San Diego, California, la respuesta se halla un paso más allá y tiene nombre y apellido: PHA-4. Según los hallazgos del equipo de Siler H. Panowski, el gen PHA-4 sería la llave que abriría o cerraría el mayor envejecimiento en relación con la restricción calórica. «Si se bloquea el gen PHA-4, la restricción calórica no produce efecto alguno, mientras que si se incentiva la actividad de este gen se produce un envejecimiento prolongado, armonioso y dinámico», aseveran. Estos hallazgos, logrados tras años de estudios de la restricción calórica en el nematodo Caenorhabditis elegans, hacen barruntar los mismos efectos con la versión humana del gen, el Foxa-1, después de haber obtenido idénticos resultados en los trabajos con el PHA-4 en mamíferos. Lo cierto es que toda vez que lograron sobreexpresar el gen PHA-4 en el Caenorhabditis elegans, éste alcanzó una longevidad 20-30% mayor que el grupo control.
Por su parte, el Profesor Leonard Guarente, del departamento de Biología del imponente Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), halló el modo en que las sirtuinas, enzimas implicadas en la expresión de los genes SIRT-1, SIRT-3 y SIRT-4 (Silent Information Regulator), aumentaban en relación a la restricción calórica. De la SIRT-1 sabemos que inhibe la biosíntesis de insulina, además de ser un modulador de la apoptosis celular, todo ello en base a su acción sobre el gen p53, de la familia de los genes supresores tumorales, lo que explicaría no sólo la mayor longevidad lograda mediante la restricción calórica, sino además, la merma en el desarrollo de tumores en los animales estudiados en comparación con sus iguales de control. Pero si hay alguien que se entromete entre los factores del trinomio restricción calórica, longevidad e inhibición del crecimiento tumoral, son sin duda los telómeros.
Los telómeros son los encargados de proteger los extremos de cada uno de nuestros cromosomas, conformando una suerte de caperuza altamente repetitiva que se erosiona con cada una de las divisiones celulares. Es por ello por lo que las células cancerosas acaban por volverse inmortales, ya que la actividad de la telomerasa (enzima encargada de la elongación de los telómeros) se halla incrementada, de modo que no sólo no envejecen ni se erosionan con cada división, sino que pueden dividirse hasta el infinito sin encontrar freno o resistencia alguna. Sin embargo, se ha comprobado experimentalmente cómo animales expuestos a una restricción calórica del 40% presentaron una menor velocidad en la reducción de los telómeros conforme se producían las distintas divisiones celulares, lo que se tradujo en un número menor de aberraciones cromosómicas, tumores, así como un aumento del 20% en la vida media.
Todo ello en el plano de la genética, pero ¿qué ocurre con los factores epigenéticos? ¿Acaso no existen elementos negativos en relación a la restricción calórica? Existen y afectan, principalmente, al desarrollo y maduración del cerebro, así como a determinadas funciones.
Por lo estudiado hasta el momento, sabemos que ratones expuestos a una restricción calórica del 40% presentaron una disminución en el número de espinas dendríticas de las neuronas piramidales de la corteza, una mielinización deficiente de los axones, así como un mayor incremento de muerte neuronal. Como consecuencia de esto, el efecto de la restricción calórica sobre la capacidad de aprendizaje fue más que evidente. Durante los estudios, sometieron a los roedores al Test de Morris, un procedimiento destinado a evaluar la capacidad de aprendizaje de los ratones y que consiste en registrar el nivel de aprendizaje del animal toda vez que es colocado sobre una piscina cilíndrica con una plataforma sumergida no visible sobre la que el ratón descansará una vez que logre alcanzarla. Durante sucesivos intentos, observaron que los animales alimentados ad libitum presentaban una mayor capacidad de aprendizaje que aquellos otros sobre los cuales se aplicó la restricción calórica. Por el contrario, cuando los animales crecían en un ambiente enriquecido, es decir, con unas muy buenas condiciones de salubridad, ausencia de factores estresantes así como alimentación ad libitum, el número de espinas dendríticas (el auténtico sustrato físico de la memoria donde se registra el mensaje gracias a la excitabilidad inducida por el glutamato) aumentaba considerablemente. Nada de extrañar, habida cuenta de todo lo ya estudiado a nivel cognitivo durante el Experimento de Minnesota y otros.
Por lo estudiado hasta el momento, sabemos que ratones expuestos a una restricción calórica del 40% presentaron una disminución en el número de espinas dendríticas de las neuronas piramidales de la corteza, una mielinización deficiente de los axones, así como un mayor incremento de muerte neuronal. Como consecuencia de esto, el efecto de la restricción calórica sobre la capacidad de aprendizaje fue más que evidente. Durante los estudios, sometieron a los roedores al Test de Morris, un procedimiento destinado a evaluar la capacidad de aprendizaje de los ratones y que consiste en registrar el nivel de aprendizaje del animal toda vez que es colocado sobre una piscina cilíndrica con una plataforma sumergida no visible sobre la que el ratón descansará una vez que logre alcanzarla. Durante sucesivos intentos, observaron que los animales alimentados ad libitum presentaban una mayor capacidad de aprendizaje que aquellos otros sobre los cuales se aplicó la restricción calórica. Por el contrario, cuando los animales crecían en un ambiente enriquecido, es decir, con unas muy buenas condiciones de salubridad, ausencia de factores estresantes así como alimentación ad libitum, el número de espinas dendríticas (el auténtico sustrato físico de la memoria donde se registra el mensaje gracias a la excitabilidad inducida por el glutamato) aumentaba considerablemente. Nada de extrañar, habida cuenta de todo lo ya estudiado a nivel cognitivo durante el Experimento de Minnesota y otros.
Mucha tinta se ha derramado sobre la viabilidad de la restricción calórica en su sentido más estricto aplicada a humanos. Son muchos los que esperan hallar en la misma una suerte de purga de Benito. Los hechos, por el contrario, la convierten más bien en una herramienta de trabajo enfocada al estudio del envejecimiento y determinados fenómenos biológicos y conductuales según se trate de restricción calórica, alimentación ad libitum, alimentación diaria limitada, alimentación control o ayuno intermitente, tal como se estudió en los famosos estudios de Masoro et al. Lo cierto es que la inviabilidad de la restricción calórica aplicada a humanos tras el destete, como se ha llevado a cabo con animales, es absoluta. Y es que, según los experimentos de Masoro, los ratones estudiados bajo condiciones de restricción calórica del 40% llegaban a crecer el 51% de los ratones alimentados ad libitum. Esto significa que un ser humano adulto criado bajo condiciones de restricción calórica pesaría del orden de 35 kg en lugar de 70 kg del peso normal. Además, conviene no olvidar en relación a esta inviabilidad temprana que determinadas estructuras del organismo humano no completan su desarrollo hasta llegada la edad adulta, tal y como ocurre con la corteza prefrontal, encargada de la función ejecutiva, es decir, la toma de decisiones, regulación de la conducta, establecimiento de juicios morales o la evaluación de acciones futuras con la información presente. Trastornos como la esquizofrenia, sociopatías o trastorno bipolar se hallan relacionados con daños en la corteza prefrontal, por lo que los posibles riesgos serían inasumibles.
Otro punto importante en relación a la longevidad y ausencia de determinadas enfermedades según el tipo de alimentación es el de la manera en la que los principios inmediatos son adquiridos. Está ampliamente documentado cómo la suplementación nutricional con complejos vitamínicos resulta ser mucho más ineficiente, siendo éstos menos biodisponibles que aquellos otros vehiculizados por los propios alimentos. Estudios como el The Heart Outcomes Prevention Evaluation, en el que siguieron durante casi cinco años a 10.000 pacientes bajo riesgo elevado de fallo cardiovascular y a los que suministraron suplementación con magnesio 265 y vitamina E, no encontraron diferencia alguna en la respuesta respecto al grupo al cual se le administró el placebo. De igual cabe señalar lo analizado en un gigantesco estudio realizado en Estados Unidos durante 1982 y 1998 sobre 1.000.000 de enfermos de cáncer de vejiga en su relación con la vitamina C. Por lo tanto, parece importante no sólo el cuánto, sino el cómo.
Con todo, se estima que unas 10.000 personas en el mundo se hallan voluntariamente bajo restricción calórica stricto sensu. La dispersión de las mismas, así como la exposición a distintas condiciones ambientales o proporciones nutricionales hacen imposible el estudio de las mismas. Con lo que sí contamos, por el contrario, es con la experiencia de determinadas poblaciones como los okinawenses o los adventistas del Séptimo Día de California, una de las cohortes más numerosas que han sido estudiadas durante periodos más prolongados (más de 300 artículos publicados desde 1960, cuando comenzó el primer estudio) y quienes siguen una dieta semivegetariana, comiendo carne menos de una vez por semana. Un grupo que, en comparación con la población americana, tienen una mortalidad por cardiopatía isquémica, cáncer de pulmón y cáncer de colon muy inferior, además de tener una esperanza de vida nueve años por encima.
Así las cosas, una vez que la ciencia vuelca por el desagüe toda posibilidad de implementar la restricción calórica en humanos, sí nos queda en cierto sentido el consuelo de saber que entre Pinto y Valdemoro seguirán existiendo grupos como los abuelos de Okinawa, esos ancianos centenarios que seguirán diciendo con sus sempiternas sonrisas que la clave de su longevidad «no está en lo que comen, sino en lo que no comen». A nosotros, los occidentales, nos tocará la difícil tarea de hallar el punto de equilibrio entre el inmediatismo del placer hedonista y la profilaxis alimentaria. Nadie dijo que fuera del todo imposible en este rabo de Europa por desollar, aun sin aspirar a los 116 años del jovial Jiromeon Kimura, el hombre más anciano de la historia, fallecido en junio de este año. Cómo no, okinawense. «Hara hachi bu».
Otro punto importante en relación a la longevidad y ausencia de determinadas enfermedades según el tipo de alimentación es el de la manera en la que los principios inmediatos son adquiridos. Está ampliamente documentado cómo la suplementación nutricional con complejos vitamínicos resulta ser mucho más ineficiente, siendo éstos menos biodisponibles que aquellos otros vehiculizados por los propios alimentos. Estudios como el The Heart Outcomes Prevention Evaluation, en el que siguieron durante casi cinco años a 10.000 pacientes bajo riesgo elevado de fallo cardiovascular y a los que suministraron suplementación con magnesio 265 y vitamina E, no encontraron diferencia alguna en la respuesta respecto al grupo al cual se le administró el placebo. De igual cabe señalar lo analizado en un gigantesco estudio realizado en Estados Unidos durante 1982 y 1998 sobre 1.000.000 de enfermos de cáncer de vejiga en su relación con la vitamina C. Por lo tanto, parece importante no sólo el cuánto, sino el cómo.
Con todo, se estima que unas 10.000 personas en el mundo se hallan voluntariamente bajo restricción calórica stricto sensu. La dispersión de las mismas, así como la exposición a distintas condiciones ambientales o proporciones nutricionales hacen imposible el estudio de las mismas. Con lo que sí contamos, por el contrario, es con la experiencia de determinadas poblaciones como los okinawenses o los adventistas del Séptimo Día de California, una de las cohortes más numerosas que han sido estudiadas durante periodos más prolongados (más de 300 artículos publicados desde 1960, cuando comenzó el primer estudio) y quienes siguen una dieta semivegetariana, comiendo carne menos de una vez por semana. Un grupo que, en comparación con la población americana, tienen una mortalidad por cardiopatía isquémica, cáncer de pulmón y cáncer de colon muy inferior, además de tener una esperanza de vida nueve años por encima.
Así las cosas, una vez que la ciencia vuelca por el desagüe toda posibilidad de implementar la restricción calórica en humanos, sí nos queda en cierto sentido el consuelo de saber que entre Pinto y Valdemoro seguirán existiendo grupos como los abuelos de Okinawa, esos ancianos centenarios que seguirán diciendo con sus sempiternas sonrisas que la clave de su longevidad «no está en lo que comen, sino en lo que no comen». A nosotros, los occidentales, nos tocará la difícil tarea de hallar el punto de equilibrio entre el inmediatismo del placer hedonista y la profilaxis alimentaria. Nadie dijo que fuera del todo imposible en este rabo de Europa por desollar, aun sin aspirar a los 116 años del jovial Jiromeon Kimura, el hombre más anciano de la historia, fallecido en junio de este año. Cómo no, okinawense. «Hara hachi bu».