«Agua, aceites vegetales, almidón, E-160, E-306, E-101, nicotinamida, ácido pantoténico, acetaldehído, biotina, ácido fólico, E-300, ácido palmítico, E-570, ácido oleico, ácido linoleico, E-296, ácido oxálico, E-163, E-460, ácido salicílico, fructosa, purinas, sodio, E-252, manganeso, hierro, cobre, zinc, fósforo, cloro». ¿De qué alimento hablamos? ¿Qué esconde semejante maraña de ácidos y números E? ¿Un refresco de moda? ¿Una golosina de colores vistosos? Lo que sí podemos obviar tras el primer vistazo es que no se trata de un alimento especialmente natural habida cuenta de la cantidad de números E consignados, ¿verdad? Colorantes, conservantes, antioxidantes y reguladores de acidez condensados en un mismo alimento. Con todo, lo cierto es que en el caso de que usted hubiese apostado su dinero, lo habría perdido y de un modo bastante ridículo, fruto todo ello de una sobrecarga de prejuicios de lo más desacomplejada. Y es que el alimento en cuestión no es otro que la manzana. No una manzana confitada, en almíbar o en jugo. Una manzana recién cogida del árbol. Lisa y llanamente.
El artificio de la manzana fue obra del profesor de química de la Universidad de Glasgow, Klaas Wynne, a fin de recordar algo elemental que algunos sectores –casi siempre los mismos– tratan de hacernos olvidar y en algunos casos con bastante mala intención. A saber, que todo cuanto entra en nuestro cuerpo es pura química. Así las cosas, si en lugar de E-160 hubiésemos dicho caroteno (pigmento orgánico); o en vez de E-306 hubiésemos hecho referencia al tocoferol (vitamina E); o si dijésemos, por el contrario, ácido ascórbico (vitamina C) en lugar de E-360 o celulosa en vez de E-460, ¿seguiríamos pensando que se trata de un alimento procesado repleto de productos químicos? Muy probablemente no. Sin embargo, esta y no otra es la información que nos da la lista de los números E, un Sistema Internacional de Numeración determinado por el Codex Alimentarius, el conjunto de normas, reglas, recomendaciones y códigos de prácticas consensuado por la Organización Mundial de la Salud y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura a fin de proteger a los consumidores. Es decir, todo aquello concerniente a la producción, transporte y seguridad alimentaria codificado a fin de evitar errores de interpretación e incluso prácticas fraudulentas, como ya ocurriera décadas atrás, donde rara vez una inspección encontraba un atisbo de simetría entre el etiquetado y la composición real.
El artificio de la manzana fue obra del profesor de química de la Universidad de Glasgow, Klaas Wynne, a fin de recordar algo elemental que algunos sectores –casi siempre los mismos– tratan de hacernos olvidar y en algunos casos con bastante mala intención. A saber, que todo cuanto entra en nuestro cuerpo es pura química. Así las cosas, si en lugar de E-160 hubiésemos dicho caroteno (pigmento orgánico); o en vez de E-306 hubiésemos hecho referencia al tocoferol (vitamina E); o si dijésemos, por el contrario, ácido ascórbico (vitamina C) en lugar de E-360 o celulosa en vez de E-460, ¿seguiríamos pensando que se trata de un alimento procesado repleto de productos químicos? Muy probablemente no. Sin embargo, esta y no otra es la información que nos da la lista de los números E, un Sistema Internacional de Numeración determinado por el Codex Alimentarius, el conjunto de normas, reglas, recomendaciones y códigos de prácticas consensuado por la Organización Mundial de la Salud y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura a fin de proteger a los consumidores. Es decir, todo aquello concerniente a la producción, transporte y seguridad alimentaria codificado a fin de evitar errores de interpretación e incluso prácticas fraudulentas, como ya ocurriera décadas atrás, donde rara vez una inspección encontraba un atisbo de simetría entre el etiquetado y la composición real.
Por tanto, los números E –números A en Australia y números U en U.S.A– no nos informan de la presencia de productos artificiales de nueva generación o productos sintéticos de dudosa reputación, ya que, entre otros elementos de control, la Unión Europea se encarga de someterlos a toda suerte de análisis y estudios a fin de garantizar la seguridad de los consumidores, así como las cantidades máximas toleradas. Hablamos pues de una lista de 1525 aditivos consignados hasta la fecha, la inmensa mayoría de ellos compuestos naturales; es decir: químicos. Desde el azafrán más tradicional (E-164), pasando por la sangre de cochinilla (E-120) o la cera de abeja (E-901) no son más que aditivos químicos que podemos encontrar en la naturaleza del mismo modo que los encontramos en los alimentos que consumimos. Por tanto, no existe la tan aireada diferenciación entre productos naturales y productos químicos. Una dicotomía que se vuelve lancinante cuando tratan de hacernos creer que existe una medicina natural y otra estrictamente química, como si un principio activo modificara su estructura química por arte de birlibirloque según se trate de un estado u otro.
Un ejemplo el de la manzana que podríamos hacerlo extensible al campo de los fármacos. Sabemos que hace ya 4.000 años los sumerios utilizaban la corteza de sauce para calmar sus dolores. Con el correr de los siglos, la ciencia nos diría que los sumerios acertaron en su elección, ya que la corteza de sauce realmente posee un elemento capaz de aliviar los dolores: la salicina, la cual es metabolizada por nuestro cuerpo hasta dar ácido salicílico, del cual derivan sus propiedades analgésicas. Claro que posteriormente los científicos hallarían el modo de sintetizar el ácido salicílico mediante la conocida reacción de Kolbe-Schmitt. Sin embargo, éste primer ácido salicílico presentaba un problema: demasiado duro para nuestro estómago. Un obstáculo que cubriría con notable éxito el químico Félix Hoffman ya en 1897. ¿Y cómo? Añadiendo un radical acetilo al ácido salicílico, para obtener así la forma actual de ácido acetilsalicílico; es decir: la Aspirina de Bayer, de la cual se producen cuarenta mil toneladas anuales, el equivalente a 225 Boeing 747. Cuarenta mil toneladas de dolor aliviado. No obstante, cabría preguntarse si tal volumen de producción sería posible alcanzarlo en el caso de seguir utilizando la salicina en su estado natural tal como hicieran los sumerios y como tratan de hacernos mantener las diversas industrias de productos de herboristería y medicina natural, manteniendo enormes cultivos a expensas de otros quizás más necesarios, siempre a fin de obtener una rentabilidad económica del mismo modo que lo hacen Bayer, BMS o Novartis. O cualquiera de las muchas compañías homeopáticas que sólo en Reino Unido facturan 40 millones de libras anuales.
Un ejemplo el de la manzana que podríamos hacerlo extensible al campo de los fármacos. Sabemos que hace ya 4.000 años los sumerios utilizaban la corteza de sauce para calmar sus dolores. Con el correr de los siglos, la ciencia nos diría que los sumerios acertaron en su elección, ya que la corteza de sauce realmente posee un elemento capaz de aliviar los dolores: la salicina, la cual es metabolizada por nuestro cuerpo hasta dar ácido salicílico, del cual derivan sus propiedades analgésicas. Claro que posteriormente los científicos hallarían el modo de sintetizar el ácido salicílico mediante la conocida reacción de Kolbe-Schmitt. Sin embargo, éste primer ácido salicílico presentaba un problema: demasiado duro para nuestro estómago. Un obstáculo que cubriría con notable éxito el químico Félix Hoffman ya en 1897. ¿Y cómo? Añadiendo un radical acetilo al ácido salicílico, para obtener así la forma actual de ácido acetilsalicílico; es decir: la Aspirina de Bayer, de la cual se producen cuarenta mil toneladas anuales, el equivalente a 225 Boeing 747. Cuarenta mil toneladas de dolor aliviado. No obstante, cabría preguntarse si tal volumen de producción sería posible alcanzarlo en el caso de seguir utilizando la salicina en su estado natural tal como hicieran los sumerios y como tratan de hacernos mantener las diversas industrias de productos de herboristería y medicina natural, manteniendo enormes cultivos a expensas de otros quizás más necesarios, siempre a fin de obtener una rentabilidad económica del mismo modo que lo hacen Bayer, BMS o Novartis. O cualquiera de las muchas compañías homeopáticas que sólo en Reino Unido facturan 40 millones de libras anuales.
Por todo ello, hablar de lo natural como opuesto a lo químico no es sólo una coz a la inteligencia, sino un fraude en sí, ya que todo principio activo tiene actividad farmacológica por sí mismo en el sentido más estricto de la expresión y, por tanto, no se trata más que de química pura y dura. Es decir, la única diferencia radica en que el medicamento purifica y/o modifica la sustancia extraída de un organismo vivo a fin de economizar tanto la materia como el medio. Una planta de procesamiento químico puede producir sintéticamente en unos pocos de cientos de metros cuadrados de edificio lo que necesitaría miles de hectáreas de cultivo, con las limitaciones técnicas que esto implica. Y todo para producir el mismo compuesto químico. Economía stricto sensu: la asignación eficiente de los recursos escasos para la satisfacción de necesidades diversas.
A menudo nos damos con toda suerte de artículos no científicos en los que el informante trenza de un modo desacomplejado lo natural como bueno y seguro, otorgándole a lo sintético –que no químico, pues obviamos que lo es– el sesgo opuesto. Todas esas implicaciones positivas –obviamente fruto del marketing– caen por su propio peso toda vez que son observadas bajo la lupa del análisis crítico y científico.
Cuando adquirimos un frasco de cápsulas con cualquier tipo de planta o complemento dietético, debemos saber que el fabricante no está obligado a verificar su efectividad como sí ocurre con los productos farmacéuticos. Por ende, ese mismo frasco muy a menudo ni tan siquiera indica las cantidades reales del principio activo en cuestión, sustancia que le otorga las propiedades farmacológicas al producto, así como elementos no identificados. Los análisis de los productos dietéticos suelen encontrar diferencias entre lo que dice el etiquetado y lo que realmente contiene el suplemento –algo impensable en la industria farmacéutica. Los fallos más comunes en el etiquetado son: presencia de metales y plaguicidas por contaminación de la planta, dosis mayores del principio activo a las referenciadas y presencia de una especie no correcta de la planta. Y todo ello sin tener que demostrar su efectividad, como ya hemos subrayado. Un hecho que en Estados Unidos, auténtico motor de la ciencia y la salud, está poniendo contra la pared a multitud de empresas dedicadas a la venta de los mal llamados productos naturales. Sin ir más lejos, este mismo año la francesa Boiron se vio obligada a pagar 12 millones de dólares en indemnizaciones a sus clientes por violar las leyes californianas de publicidad engañosa a cambio de no tener que demostrar en sede judicial su supuesta efectividad, además de una orden judicial según la cual tendría que indicar en sus nuevos etiquetados que la FDA no ha conseguido verificar en ningún estudio su efectividad. De igual pudimos contemplar cómo en los mismos Estados Unidos –donde sobre la Justicia no cae la más mínima sombra de sospecha de parcialidad como en otros países– el pasado 15 de agosto la compañía Heel tuvo que desembolsar un millón de dólares en concepto de indemnizaciones por exagerar sus efectos no demostrados, no para las arcas estatales, sino a fin de cubrir el dinero invertido por los clientes en un producto fraudulento. Es decir, parece ser que en Estados Unidos la Justicia ha decidido cruzar por fin el Rubicón y empezar a aplicarles el mismo rasero aplicado también a la industria farmacéutica a fin de ponerle fin a esta burda y obscena cacofonía según la cual todo vale y nada cuenta. Unos ladrillos que también comenzaron a levantarse en Reino Unido, después de que el Comité de Ciencia y Tecnología de la Cámara de los Comunes echara por tierra el más mínimo atisbo de credibilidad, pidiéndoles, por tanto, que demostraran con ensayos clínicos la efectividad de sus productos a las empresas implicadas.
A menudo nos damos con toda suerte de artículos no científicos en los que el informante trenza de un modo desacomplejado lo natural como bueno y seguro, otorgándole a lo sintético –que no químico, pues obviamos que lo es– el sesgo opuesto. Todas esas implicaciones positivas –obviamente fruto del marketing– caen por su propio peso toda vez que son observadas bajo la lupa del análisis crítico y científico.
Cuando adquirimos un frasco de cápsulas con cualquier tipo de planta o complemento dietético, debemos saber que el fabricante no está obligado a verificar su efectividad como sí ocurre con los productos farmacéuticos. Por ende, ese mismo frasco muy a menudo ni tan siquiera indica las cantidades reales del principio activo en cuestión, sustancia que le otorga las propiedades farmacológicas al producto, así como elementos no identificados. Los análisis de los productos dietéticos suelen encontrar diferencias entre lo que dice el etiquetado y lo que realmente contiene el suplemento –algo impensable en la industria farmacéutica. Los fallos más comunes en el etiquetado son: presencia de metales y plaguicidas por contaminación de la planta, dosis mayores del principio activo a las referenciadas y presencia de una especie no correcta de la planta. Y todo ello sin tener que demostrar su efectividad, como ya hemos subrayado. Un hecho que en Estados Unidos, auténtico motor de la ciencia y la salud, está poniendo contra la pared a multitud de empresas dedicadas a la venta de los mal llamados productos naturales. Sin ir más lejos, este mismo año la francesa Boiron se vio obligada a pagar 12 millones de dólares en indemnizaciones a sus clientes por violar las leyes californianas de publicidad engañosa a cambio de no tener que demostrar en sede judicial su supuesta efectividad, además de una orden judicial según la cual tendría que indicar en sus nuevos etiquetados que la FDA no ha conseguido verificar en ningún estudio su efectividad. De igual pudimos contemplar cómo en los mismos Estados Unidos –donde sobre la Justicia no cae la más mínima sombra de sospecha de parcialidad como en otros países– el pasado 15 de agosto la compañía Heel tuvo que desembolsar un millón de dólares en concepto de indemnizaciones por exagerar sus efectos no demostrados, no para las arcas estatales, sino a fin de cubrir el dinero invertido por los clientes en un producto fraudulento. Es decir, parece ser que en Estados Unidos la Justicia ha decidido cruzar por fin el Rubicón y empezar a aplicarles el mismo rasero aplicado también a la industria farmacéutica a fin de ponerle fin a esta burda y obscena cacofonía según la cual todo vale y nada cuenta. Unos ladrillos que también comenzaron a levantarse en Reino Unido, después de que el Comité de Ciencia y Tecnología de la Cámara de los Comunes echara por tierra el más mínimo atisbo de credibilidad, pidiéndoles, por tanto, que demostraran con ensayos clínicos la efectividad de sus productos a las empresas implicadas.
Por otro lado, debemos de tener bien claro que lo natural no es sinónimo de inocuo. Hierbas como la consuelda y kava se han relacionado con graves fallos hepáticos, pese a las virtudes ensalzadas por sus vendedores. De igual encontramos casos alarmantes en la medicina deportiva natural en relación con la efedrina, estimulante de moda vendido como complemento dietético en sus distintas formas: ma huang, Chinese ephedra, ma huang extract, ephedra, ephedrine alkaloids, ephedra sinica, ephedra extract, ephedra herb powder, epitonin o ephedrine. Según los reportes hechos a la FDA, sólo en dos años diez personas murieron a causa de la efedrina en sus distintas variantes, diecisiete acabaron con lesiones permanentes y diez con hemiplejía. Los ejemplos, no obstante, podrían multiplicarse como los lirios en primavera.
Claro que siempre veremos a las empresas alternativas sacar pecho junto a su séquito de turiferarios y monaguillos con las argucias de siempre. A saber, teorías conspirativas por doquier y una verdad insobornable solo al alcance de los expertos iluminados en la dietrología o la ciencia de la teoría del iceberg. Unas razones, por tanto, más al alcance de la pasión que de la razón, máxime cuando se trata de una industria que factura anualmente cientos de millones de dólares sin tener que dedicar ni un solo dolar de su boyante fortuna al desarrollo e investigación, como tampoco a la realización de ensayos científicos que verifiquen su efectividad e inocuidad. Aunque con defensores como la Monja Forcades nada es de extrañar, aquella sibila antivacuna tocada por la ciencia infusa que predijo el ocaso de Occidente tras la epidemia de la gripe A y que ahora le dedica oraciones a Hugo Chávez desde su Monasterio al contemplar con pasmo cómo Occidente sobrevivió y cómo en países donde la vacuna no se institucionalizó la enfermedad sigue dejando muertos a su paso, como los casos de Perú (134 infectados y 8 fallecidos), Brasil (con 192 muertos), México (162 fallecidos) o Argentina (donde sólo en la provincia de Punta Alta han muerto 10 personas, la última de ellas en junio de este año). Una admiración por el dictador ya finado, por cierto, que no disimuló en ningún momento, hasta el extremo de afirmar con esa condescendencia propia del hombre fuerte que se siente entre débiles que «no hay ningún líder europeo que tenga la cultura que tiene Hugo Chávez» o que el cáncer fue «resultado de su entrega política», lo cual nos da un retrato del personaje en cuestión.
Claro que siempre veremos a las empresas alternativas sacar pecho junto a su séquito de turiferarios y monaguillos con las argucias de siempre. A saber, teorías conspirativas por doquier y una verdad insobornable solo al alcance de los expertos iluminados en la dietrología o la ciencia de la teoría del iceberg. Unas razones, por tanto, más al alcance de la pasión que de la razón, máxime cuando se trata de una industria que factura anualmente cientos de millones de dólares sin tener que dedicar ni un solo dolar de su boyante fortuna al desarrollo e investigación, como tampoco a la realización de ensayos científicos que verifiquen su efectividad e inocuidad. Aunque con defensores como la Monja Forcades nada es de extrañar, aquella sibila antivacuna tocada por la ciencia infusa que predijo el ocaso de Occidente tras la epidemia de la gripe A y que ahora le dedica oraciones a Hugo Chávez desde su Monasterio al contemplar con pasmo cómo Occidente sobrevivió y cómo en países donde la vacuna no se institucionalizó la enfermedad sigue dejando muertos a su paso, como los casos de Perú (134 infectados y 8 fallecidos), Brasil (con 192 muertos), México (162 fallecidos) o Argentina (donde sólo en la provincia de Punta Alta han muerto 10 personas, la última de ellas en junio de este año). Una admiración por el dictador ya finado, por cierto, que no disimuló en ningún momento, hasta el extremo de afirmar con esa condescendencia propia del hombre fuerte que se siente entre débiles que «no hay ningún líder europeo que tenga la cultura que tiene Hugo Chávez» o que el cáncer fue «resultado de su entrega política», lo cual nos da un retrato del personaje en cuestión.
Así las cosas, es de vital importancia remarcar con trazo grueso que ni en la nutrición, medicina o venta de compuestos dietéticos, ya sean éstos productos de herbolario, gimnasio o complementos vitamínicos, existe ni existirá tal fenómeno de lo natural como antagonista de lo químico, salvo que sea por una mera estrategia de marketing que, dicho sea de paso, lleva años funcionándoles, hasta el extremo de permitirles articular una industria que anualmente genera millones en todo el mundo. De igual deberemos tener en cuenta que a la hora de leer el etiquetado de un alimento, cualquiera de sus ingredientes habrá pasado por una rigurosa criba mediante estudios y ensayos científicos que permitan que dicho compuesto pueda ser consumido sin que presente riesgos para la salud de los consumidores. Distinto es el uso que hagamos de esos alimentos y los excesos que cometamos; pero hasta el agua puede llegar a matar. Lo cual no la convierte en nociva. Por tanto, en honor a la verdad y ensalzando el rigor intelectual como virtud humana, llamemos a las cosas por su nombre y, por qué no, reconozcamos cuánto le debe la civilización a la química como para seguir manteniendo en pie la actual quimiofobia. Llegados a este punto, qué mejor manera de cerrar que recordando los versos de nuestro poeta sevillano: «¿Dijiste media verdad? Dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad». Dejemos las verdades a medias y abracemos aquellas otras completas. Por ejemplo: que todo cuanto nos rodea es química. Así que mejor llevarnos bien con ella, pues nada más natural que ella misma, llámese E-120 o ácido acetilsalicílico.