No es el tabaco ni ninguno de los tan maltratados aditivos alimentarios. Tampoco es un pesticida organoclorado como pudiera ser el endosulfán o el DDT. El carcinógeno más potente conocido hasta la fecha no es otro que el ácido aristolóquico, según se sustrae de una serie de estudios llevados a cabo por expertos en secuenciación genómica del John Hopkins Medicine y la Stony Brooks University, y los cuales fueron publicados en la revista Science Translational Medicine [1] [2]. Con todo, poco o nada nos revelaría dicha información si no fuera porque el ácido aristolóquico lo encontramos en las plantas de la familia Aristolochia, la cual es usada en la muy benevolente medicina tradicional china como remedio contra el asma y problemas pulmonares, en combinación con la hoja de níspero, raíz de servato, corteza de morera y raíz de Scuterallia. De ahí que la FDA advirtiera de su peligrosidad allá por 2001, motivo por el cual fue prohibida en los Estados Unidos y otros muchos países europeos; pero como suele ocurrir en estos casos, no fueron pocos los que acabaron por saltarse a la pídola las distintas advertencias sanitarias, vendiendo el producto por internet a sabiendas de su peligrosidad.
Pero no nos engañemos, pues el peligro derivado del ácido aristolóquico no nos viene de nuevas. Tan es así que tenemos constancia desde hace tiempo de lo que se conoce como nefropatía por hierbas chinas y nefropatía de los Balcanes, una nefritis tubuloinstersticial que se halló en los pueblos a los márgenes de los tributarios del río Danubio [3], donde el ácido aristolóquico contaminó los cultivos de trigo con los que elaboraban el pan, causando una auténtica epidemia de nefropatías. También encontramos la huella del ácido aristolóquico cuando en la década de los 90 tuvo lugar una oleada de nefropatías en Bélgica en mujeres que tomaron un suplemento herbal para adelgazar que contenía dicho compuesto. Por otro lado, en Taiwán, donde la medicina tradicional china goza de cierto predicamento, se demostró la relación entre el aumento de tumores en el tracto urinario superior y la Aristolochia [4]
En lo que respecta a los estudios antes mencionados, los expertos en secuenciación genómica se encargaron de analizar el exoma –aquella parte codificante del genoma compuesta por los exones– de una serie de individuos taiwaneses con cáncer del tracto urinario superior, diecinueve de ellos expuestos al ácido aristolóquico y otros tantos no expuestos a la toxina. Los resultaron fueron que en aquellos individuos expuestos al tóxico encontraron un promedio de 753 mutaciones en cada tumor, en comparación con las 91 del grupo no expuesto, una cifra muy superior a la que encontramos incluso en cánceres de pulmón producidos por el tabaco. Así pues, los científicos lograron caracterizar la manera en el ácido aristolóquico induce la aparición de mutaciones en cientos de genes, incluyendo el gen p53, uno de los más conocidos genes supresores tumorales, y cuya mutación da lugar a células en las que se pierden las restricciones sobre la división, propiciando así la aparición de tumores. De ahí que al p53 se le conozca como el guardián del genoma y que en la mayoría de tumores aparezcan mutaciones en dicho gen, generalmente por transiciones C-T [5].
Pero no nos engañemos, pues el peligro derivado del ácido aristolóquico no nos viene de nuevas. Tan es así que tenemos constancia desde hace tiempo de lo que se conoce como nefropatía por hierbas chinas y nefropatía de los Balcanes, una nefritis tubuloinstersticial que se halló en los pueblos a los márgenes de los tributarios del río Danubio [3], donde el ácido aristolóquico contaminó los cultivos de trigo con los que elaboraban el pan, causando una auténtica epidemia de nefropatías. También encontramos la huella del ácido aristolóquico cuando en la década de los 90 tuvo lugar una oleada de nefropatías en Bélgica en mujeres que tomaron un suplemento herbal para adelgazar que contenía dicho compuesto. Por otro lado, en Taiwán, donde la medicina tradicional china goza de cierto predicamento, se demostró la relación entre el aumento de tumores en el tracto urinario superior y la Aristolochia [4]
En lo que respecta a los estudios antes mencionados, los expertos en secuenciación genómica se encargaron de analizar el exoma –aquella parte codificante del genoma compuesta por los exones– de una serie de individuos taiwaneses con cáncer del tracto urinario superior, diecinueve de ellos expuestos al ácido aristolóquico y otros tantos no expuestos a la toxina. Los resultaron fueron que en aquellos individuos expuestos al tóxico encontraron un promedio de 753 mutaciones en cada tumor, en comparación con las 91 del grupo no expuesto, una cifra muy superior a la que encontramos incluso en cánceres de pulmón producidos por el tabaco. Así pues, los científicos lograron caracterizar la manera en el ácido aristolóquico induce la aparición de mutaciones en cientos de genes, incluyendo el gen p53, uno de los más conocidos genes supresores tumorales, y cuya mutación da lugar a células en las que se pierden las restricciones sobre la división, propiciando así la aparición de tumores. De ahí que al p53 se le conozca como el guardián del genoma y que en la mayoría de tumores aparezcan mutaciones en dicho gen, generalmente por transiciones C-T [5].
Lamentablemente, puede ocurrir –y de hecho ocurre– que por la venta indiscriminada de determinados productos naturales generemos un problema de Salud Pública, al actuar éstos como genotóxicos ambientales contaminando determinados alimentos, como ya ocurriera en los Balcanes. Además, nos encontramos con otro problema que no es desde luego baladí, como lo es el de jugar a la farmacopea sin realizar los ensayos clínicos requeridos para la aprobación de un determinado producto. Es por ello que la ciencia debiera convertir en un imperativo de orden ético y moral el barrer esa relación entre natural e inocuidad, pues nada más lejos de la realidad, como también pueden atestiguarlo los doscientos muertos en los Estados Unidos por el consumo de distintos productos derivados de la planta del género Ephedra para combatir supuestamente la obesidad. Claro que esto también se lo podemos contar a los habitantes de la República Democrática del Congo y Mozambique, donde conviven con uno de los mayores dramas olvidados en relación con la alimentación.
Solamente en la RD del Congo, existen más de 10.000 afectados por un desorden neurológico conocido como Konzo o Buka-Buka, una enfermedad que causa parálisis y deformación de piernas permanente en niños en cuestión de horas por el consumo de yuca mal procesada; o siendo más concretos, por una mala elaboración y procesado de la tapioca o harina de yuca. Esto es así, ya que el procesado del tubérculo implica el lavado, la extracción de la cáscara, el triturado de la yuca y la decantación del agua del almidón. Por tanto, es un proceso que requiere de abundante agua, lo que no es empresa fácil en según qué zonas. El problema llega cuando dicho procesado no ha podido llevarse a cabo correctamente. Y es entonces cuando cobra su importancia la linamarina, un glucósido cianogénico presente en las células del vegetal que al triturar la yuca permite que entre en contacto con una enzima, la beta-glucosidasa, que catalizará la formación de cianuro, induciendo éste la parálisis de la respiración celular por unión al citocromo c, una de las proteínas transportadoras de la cadena de transporte electrónico mitocondrial. De ahí la importancia del agua, al ser la linamarina un compuesto de naturaleza hidrosoluble que puede ser arrastrado con el lavado.
Solamente en la RD del Congo, existen más de 10.000 afectados por un desorden neurológico conocido como Konzo o Buka-Buka, una enfermedad que causa parálisis y deformación de piernas permanente en niños en cuestión de horas por el consumo de yuca mal procesada; o siendo más concretos, por una mala elaboración y procesado de la tapioca o harina de yuca. Esto es así, ya que el procesado del tubérculo implica el lavado, la extracción de la cáscara, el triturado de la yuca y la decantación del agua del almidón. Por tanto, es un proceso que requiere de abundante agua, lo que no es empresa fácil en según qué zonas. El problema llega cuando dicho procesado no ha podido llevarse a cabo correctamente. Y es entonces cuando cobra su importancia la linamarina, un glucósido cianogénico presente en las células del vegetal que al triturar la yuca permite que entre en contacto con una enzima, la beta-glucosidasa, que catalizará la formación de cianuro, induciendo éste la parálisis de la respiración celular por unión al citocromo c, una de las proteínas transportadoras de la cadena de transporte electrónico mitocondrial. De ahí la importancia del agua, al ser la linamarina un compuesto de naturaleza hidrosoluble que puede ser arrastrado con el lavado.
No obstante, no hace falta irnos tan lejos, ya que un pariente muy cercano de la linamarina lo podemos encontrar en cualquiera de nuestros campos. Hablamos en este caso de la amigdalina, presente en las almendras amargas y la cual presenta un potencial tóxico muy elevado, de modo que bastarían entre 5-10 almendras para producir parálisis muscular en niños, y unas 60 en adultos para producir dolor y problemas al respirar. En este caso, al triturar el fruto ponemos en contacto la amigdalina con una enzima, la emulsina, catalizando la formación de ácido cianhídrico. Con todo, hemos de señalar en este punto otra de las muchas barrabasadas de la medicina natural en relación con la amigdalina. Y es que pese a los resultados negativos revelados por el Instituto Nacional del Cáncer, publicados en New England Journal of Medicine, son muchos los que afirman que un derivado de la amigdalina, el laetrilo, sería algo así como el remedio definitivo contra el cáncer. Tan es así, que existen multitud de iluminados que preconizan las bondades del laetrilo en la red e incluso publicaciones en libros, como Edward Griffin, autor de World Without Cancer.
Cierto es que aún no conocemos ese mundo sin cáncer, pero lo que sí tenemos son los números de cómo la ciencia y la medicina están poniendo a la enfermedad contra las cuerdas, y no los remedios dizque naturales de unos lumbreras sin escrúpulos. Tan es así, que de acuerdo con los datos del Centro para el Control y la Prevención de las Enfermedades (CDC) y el Instituto Nacional del Cáncer de los Estados Unidos (NCI), el número de supervivientes en 1971 era de 3 millones de personas, siendo en 2001 de 9,8 millones y de 11,7 millones en 2007, teniendo 7 millones de ellos 65 años o más [6], lo cual nos da una fotografía de la evolución del cáncer y su supervivencia, gracias a los avances en detección, diagnóstico, tratamiento y atención. Unos números que se muestran parejos a los referenciados por el proyecto Eurocare, donde siguen a casi dos millones de pacientes de cáncer en toda Europa [7]. Así las cosas, ventear las bondades de las almendras amargas y la nuez de melocotón como remedio contra el cáncer cuando a lo sumo pueden poco menos que costearle al paciente una parálisis respiratoria, no es sólo perverso de toda perversidad, sino que deja bien claro hasta qué punto nunca es suficiente el esfuerzo realizado por los profesionales de la salud a la hora de recordarle a los enfermos que no utilicen compuestos de eficacia no comprobada como reemplazo del tratamiento médico. Pueden estar a buen seguro de que si apareciera algún remedio mágico, cualquiera de las muchas y potentes empresas farmacéuticas lo comercializarían ipso facto, ahorrándose así las costosas y largas investigaciones, así como los tediosos ensayos clínicos requeridos. Y he aquí una de las principales resistencias en relación a los productos naturales aplicados a la medicina: muy difícilmente superarían la fase II y III del ensayo clínico, aquellas en las que se evalúa la eficacia del producto mediante estudios enmascarados aleatorizados. De este modo, si hay alguien interesado en la salud es la propia industria farmaceútica, pues de los buenos resultados de sus medicamentos depende el buen resultado de sus cuentas financieras. Y una industria que a veces muestra ese interés por la salud incluso de un modo incondicional, como viene ocurriendo con el Programa de Donación Mectizan (MDP), con el que oficialmente se ha eliminado en Colombia la oncocercosis o ceguera de los ríos y se halla a las puertas de ser erradicada en todo el hemisferio occidental y África, tras más de mil millones de tratamientos de Mectizan donados en 117.000 comunidades en los últimos 25 años por la farmaceútica Merck, junto a la Fundación Bill Gates y otros. Un programa que en 1998 fue ampliado por la misma farmacéutica a fin de erradicar la dramática filariasis linfática o elefantiasis, una infección que se produce por la transmisión de filarias, un parásito que llega al hospedador a través de los mosquitos y que acaba por desfigurar a los afectados, llegando incluso a ser una muy triste causa de estigmatización social.
Cierto es que aún no conocemos ese mundo sin cáncer, pero lo que sí tenemos son los números de cómo la ciencia y la medicina están poniendo a la enfermedad contra las cuerdas, y no los remedios dizque naturales de unos lumbreras sin escrúpulos. Tan es así, que de acuerdo con los datos del Centro para el Control y la Prevención de las Enfermedades (CDC) y el Instituto Nacional del Cáncer de los Estados Unidos (NCI), el número de supervivientes en 1971 era de 3 millones de personas, siendo en 2001 de 9,8 millones y de 11,7 millones en 2007, teniendo 7 millones de ellos 65 años o más [6], lo cual nos da una fotografía de la evolución del cáncer y su supervivencia, gracias a los avances en detección, diagnóstico, tratamiento y atención. Unos números que se muestran parejos a los referenciados por el proyecto Eurocare, donde siguen a casi dos millones de pacientes de cáncer en toda Europa [7]. Así las cosas, ventear las bondades de las almendras amargas y la nuez de melocotón como remedio contra el cáncer cuando a lo sumo pueden poco menos que costearle al paciente una parálisis respiratoria, no es sólo perverso de toda perversidad, sino que deja bien claro hasta qué punto nunca es suficiente el esfuerzo realizado por los profesionales de la salud a la hora de recordarle a los enfermos que no utilicen compuestos de eficacia no comprobada como reemplazo del tratamiento médico. Pueden estar a buen seguro de que si apareciera algún remedio mágico, cualquiera de las muchas y potentes empresas farmacéuticas lo comercializarían ipso facto, ahorrándose así las costosas y largas investigaciones, así como los tediosos ensayos clínicos requeridos. Y he aquí una de las principales resistencias en relación a los productos naturales aplicados a la medicina: muy difícilmente superarían la fase II y III del ensayo clínico, aquellas en las que se evalúa la eficacia del producto mediante estudios enmascarados aleatorizados. De este modo, si hay alguien interesado en la salud es la propia industria farmaceútica, pues de los buenos resultados de sus medicamentos depende el buen resultado de sus cuentas financieras. Y una industria que a veces muestra ese interés por la salud incluso de un modo incondicional, como viene ocurriendo con el Programa de Donación Mectizan (MDP), con el que oficialmente se ha eliminado en Colombia la oncocercosis o ceguera de los ríos y se halla a las puertas de ser erradicada en todo el hemisferio occidental y África, tras más de mil millones de tratamientos de Mectizan donados en 117.000 comunidades en los últimos 25 años por la farmaceútica Merck, junto a la Fundación Bill Gates y otros. Un programa que en 1998 fue ampliado por la misma farmacéutica a fin de erradicar la dramática filariasis linfática o elefantiasis, una infección que se produce por la transmisión de filarias, un parásito que llega al hospedador a través de los mosquitos y que acaba por desfigurar a los afectados, llegando incluso a ser una muy triste causa de estigmatización social.
En otro orden de cosas, hemos de ser conscientes de que todo este rosario de productos naturales no probados pueden tener finales menos felices que el ya de por sí triste arrojo de dinero a la basura. Hemos de recordar a dos férreos seguidores de este tipo de alternativas que sucumbieron a la insobornable crudeza que muestra el cáncer cuando se andan con juegos, ambos con un ego como la Catedral de Burgos: Hugo Chávez y Steve Jobs. Dos personajes que en su eclipse fueron capaces de hacer y decir todo tipo de memeces respecto a la ciencia y la enfermedad. Especialmente llamativo el caso de Steve Jobs, un hombre entregado a la vida contemplativa y los zumos de frutas como único tratamiento para un cáncer de páncreas que le hacía consumirse como un charco bajo el sol, que pensó que revolucionaría no sólo el mundo de la informática, sino también el de la oncología; pero nada más lejos de la realidad. Mucho más inteligente fue aquella otra a quien la prensa no la ha venido juzgando por sus virtudes intelectuales, sino por su físico: Angelina Jolie. Sabedora de tener una mutación en uno de los alelos del gen BRCA1, implicado éste en un aumento de hasta el 80% en la probabilidad de desarrollar un cáncer de mama –cáncer que acabó con la vida de su madre– decidió apostar a caballo ganador a fin de no renunciar a sus hijas –ni que ellas tuvieran que renunciar a su madre como sí hicieron las de unos muy egoístas Chávez y Jobs–. Para ello, se sometió a una mastectomía que pese a lo dramático y posiblemente traumático de la operación, le garantizó su buen paso por una vida a la que demostró amar mucho más que los antes mencionados. «Rajarse por fuera», dirían los unos. «Reventar por dentro, ¡qué locura!», diría la otra, marcando una muesca en su revólver.
De hecho, creencias como las de Steve Jobs al arrimo de las cuales existirían ciertos alimentos anticáncer, han sido refutadas no pocas veces. No hace mucho tiempo, la Agencia Nacional de Seguridad Sanitaria de los Alimentos, el Medio Ambiente y el Trabajo de Francia, recordó lo obvio mediante un informe titulado “Nutrición y cáncer: legitimidad de las recomendaciones nutricionales en el marco de la prevención del cáncer”. Ni el brócoli, la grosella, el arándano o la granada. Es decir, que no existen alimentos anticáncer, por mucho que la red esté ahíta de recetas y remedios naturales que prometan frenar el avance de la enfermedad e incluso su remisión, como es el caso del polémico libro de Odile Fernández, Mis recetas anticáncer. Y es que una cosa es la prevención y otra muy distinta la sanación. Ha logrado mayores beneficios en relación con el cáncer el frigorífico que toda esta batería de remedios caseros al completo, ya que éste milagro de la tecnología ha conseguido frenar en occidente la que es la segunda causa más común de muertes relacionadas con el cáncer: el cáncer de estómago, inducido en gran medida por la Helicobacter pylori, clasificada como carcinógena desde 1994 por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, y la cual se cobra hoy día a la mayoría de sus víctimas por cáncer en los países emergentes. Por tanto, el tener que recurrir cada vez menos a la técnica del ahumado como método de conservación –la industria echa mano de los aditivos aromáticos de ahumados como el scanmoke R909 y sólo por razones organolépticas–, así como tener en el frigorífico menos alimentos mal conservados, ha frenado notoriamente el número de víctimas por cáncer gástrico de un modo que ni por asomo lograría cualquier tipo de dieta anticáncer. Que existan ciertos factores precipitantes del cáncer relacionados con la alimentación, como puede ser el cáncer de colon en relación con las carnes rojas y el comer poca fibra alimentaria o el alcohol con el cáncer de esófago, no significa que en el lado contrario de la balanza existan alimentos capaces de curarlo. Este tipo de razonamientos no son sólo ridículos, sino que pueden caer como una palanqueta en la línea de flotación del propio enfermo, ya que ilusionar con la salvación a quien se halla en un momento tal de vulnerabilidad puede perfectamente multiplicar el daño y dolor.
De hecho, creencias como las de Steve Jobs al arrimo de las cuales existirían ciertos alimentos anticáncer, han sido refutadas no pocas veces. No hace mucho tiempo, la Agencia Nacional de Seguridad Sanitaria de los Alimentos, el Medio Ambiente y el Trabajo de Francia, recordó lo obvio mediante un informe titulado “Nutrición y cáncer: legitimidad de las recomendaciones nutricionales en el marco de la prevención del cáncer”. Ni el brócoli, la grosella, el arándano o la granada. Es decir, que no existen alimentos anticáncer, por mucho que la red esté ahíta de recetas y remedios naturales que prometan frenar el avance de la enfermedad e incluso su remisión, como es el caso del polémico libro de Odile Fernández, Mis recetas anticáncer. Y es que una cosa es la prevención y otra muy distinta la sanación. Ha logrado mayores beneficios en relación con el cáncer el frigorífico que toda esta batería de remedios caseros al completo, ya que éste milagro de la tecnología ha conseguido frenar en occidente la que es la segunda causa más común de muertes relacionadas con el cáncer: el cáncer de estómago, inducido en gran medida por la Helicobacter pylori, clasificada como carcinógena desde 1994 por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, y la cual se cobra hoy día a la mayoría de sus víctimas por cáncer en los países emergentes. Por tanto, el tener que recurrir cada vez menos a la técnica del ahumado como método de conservación –la industria echa mano de los aditivos aromáticos de ahumados como el scanmoke R909 y sólo por razones organolépticas–, así como tener en el frigorífico menos alimentos mal conservados, ha frenado notoriamente el número de víctimas por cáncer gástrico de un modo que ni por asomo lograría cualquier tipo de dieta anticáncer. Que existan ciertos factores precipitantes del cáncer relacionados con la alimentación, como puede ser el cáncer de colon en relación con las carnes rojas y el comer poca fibra alimentaria o el alcohol con el cáncer de esófago, no significa que en el lado contrario de la balanza existan alimentos capaces de curarlo. Este tipo de razonamientos no son sólo ridículos, sino que pueden caer como una palanqueta en la línea de flotación del propio enfermo, ya que ilusionar con la salvación a quien se halla en un momento tal de vulnerabilidad puede perfectamente multiplicar el daño y dolor.
Claro que cuando hablamos de cáncer, pareciera ser éste terreno abonado para la aparición de toda suerte de vendedores de humo que hacen sus propias Américas prometiendo poseer el remedio definitivo contra la enfermedad y que nunca –¡oh, casualidad!– acaba por estandarizarse en la práctica médica por la propia presión de las farmacéuticas. Éste punto concreto, el de las conspiraciones, no deja de tener su chiste. Y es que los CEO de las grandes farmacéuticas, quienes obviamente gozarán de una inteligencia bastante superior a la de los charlatanes, no serán tan ridículamente ignaros como para saber de la existencia del remedio natural que cure totalmente el cáncer y no comercializarlo, principalmente por dos razones. La primera, de naturaleza humana, ya que cualquier ejecutivo de la industria farmaceútica tendrá o habrá tenido a un pariente cercano con cáncer, a quien podría haber salvado si el remedio fuera tan eficaz como preconizan. La segunda, de naturaleza puramente económica, habida cuenta que un paciente de cáncer que sea sanado por completo con 30 años, tendrá aún por delante un buen número de décadas en las que seguramente enfermará nuevamente, ya sea por una simple gripe o cualquier otra dolencia; por tanto, un paciente curado, es un cliente futuro asegurado. Desde luego, donde no cuadran las cuentas es con el tan manido discurso de que a las farmaceúticas no les interesa que se cure el cáncer.
En 1952, el Dr. Jonas Salk consiguió desarrollar la vacuna contra el virus de la poliomielitis. Lejos de bañarse en dólares patentándola, permitió que ésta fuese libre a fin de que todo el mundo pudiera tener acceso a la misma. Esto no impidió que las farmaceúticas pudieran comercializarla y ganar muchísimos millones con un hallazgo regalado. Así las cosas, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con la cura del cáncer? Por ejemplo, tenemos el caso del inefable Tullio Simoncini, médico italiano que fue apartado en 2003 de la profesión tras una polémica campaña en la que aseguraba ser capaz de curar el cáncer con bicarbonato sódico. El problema es que dejó un rastro de pacientes muertos por alcalosis metabólica; es decir, por un aumento exacerbado del pH de la sangre incompatible con la vida humana. De ahí que fuera condenado por fraude y homicidio en el año 2005. Igualmente, en Holanda, la clínica naturista Bilthoven tuvo que echar el cierre definitivamente tras producirse en ella una muerte por alcalosis metabólica por una de las ya mencionadas inyecciones intravenosas de bicarbonato. Las autoridades holandesas advirtieron entonces que cualquier practicante que usara el bicarbonato intravenoso como remedio natural contra el cáncer sería condenado por envenenamiento deliberado. Por si fuera poco, en una cabriola perfecta por el más imposible todavía de los ridículos, pareciera ser que la suplementación con bicarbonato sódico, lejos de acabar con la proliferación celular descontrolada, tendría el efecto contrario a nivel gástrico [8].
En 1952, el Dr. Jonas Salk consiguió desarrollar la vacuna contra el virus de la poliomielitis. Lejos de bañarse en dólares patentándola, permitió que ésta fuese libre a fin de que todo el mundo pudiera tener acceso a la misma. Esto no impidió que las farmaceúticas pudieran comercializarla y ganar muchísimos millones con un hallazgo regalado. Así las cosas, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con la cura del cáncer? Por ejemplo, tenemos el caso del inefable Tullio Simoncini, médico italiano que fue apartado en 2003 de la profesión tras una polémica campaña en la que aseguraba ser capaz de curar el cáncer con bicarbonato sódico. El problema es que dejó un rastro de pacientes muertos por alcalosis metabólica; es decir, por un aumento exacerbado del pH de la sangre incompatible con la vida humana. De ahí que fuera condenado por fraude y homicidio en el año 2005. Igualmente, en Holanda, la clínica naturista Bilthoven tuvo que echar el cierre definitivamente tras producirse en ella una muerte por alcalosis metabólica por una de las ya mencionadas inyecciones intravenosas de bicarbonato. Las autoridades holandesas advirtieron entonces que cualquier practicante que usara el bicarbonato intravenoso como remedio natural contra el cáncer sería condenado por envenenamiento deliberado. Por si fuera poco, en una cabriola perfecta por el más imposible todavía de los ridículos, pareciera ser que la suplementación con bicarbonato sódico, lejos de acabar con la proliferación celular descontrolada, tendría el efecto contrario a nivel gástrico [8].
Por cierto, resulta poco menos que curiosa esa apelación a la Madre Naturaleza incluso a la hora de promocionar remedios como el del bicarbonato sódico en relación con el cáncer, cuando el mismo bicarbonato es aislado por la industria mediante complejas reacciones químicas –el método Solvay– en las que participan el gas amoniaco y el carbonato cálcico, además de los distintos compuestos secundarios. Así, pareciera ser que a los turiferarios de lo mal llamado natural únicamente les molestara la química cuando ésta viene de la mano de determinadas siglas –Bayer, por ejemplo–. Algo que nos retrotrae al viejo cinismo de aquellos para quienes la salicina de la corteza del sauce pasaría holgadamente por el aro, pero no así el ácido acetilsalicílico de la Aspirina, mucho más estable y limpio, además de barato y seguro medioambientalmente hablando. Y es que nos olvidamos a veces de que pretender que una población de cientos de millones de personas recurran a un determinado compuesto químico en su forma vegetal en lugar de la sintética –que en puridad es lo mismo– no es sólo una quimera, sino que es ignorar que la naturaleza es inestabilidad en sí misma. Tan es así que la salicina, por caso, varía su concentración en la naturaleza dependiendo de la estación del año –mayor en verano, menor en invierno, ya que ésta se produce en respuesta al ataque de insectos–, además de que inevitablemente estaríamos expuestos a toda suerte de metabolitos secundarios y compuestos de los que desconocemos su efecto positivo o negativo sobre la salud, algo que los laboratorios sí se encargan de notificar debidamente en el pliego de efectos adversos y riesgos. No es que sean por ello más peligrosos los fármacos, es que tienen el miramiento y la responsabilidad de advertir, aunque el efecto adverso se dé en una proporción de 1 de cada 10.000 pacientes, cosa que en el mundo natural ni lo vemos ni lo podremos esperar. Claro está, por otra parte, que los efectos adversos conocidos para la salicina sintética serán los mismos que encontraremos también en la salicina vegetal, por mucho que duela tener que aclarar la obviedad. Algo que recuerda también a aquellos que llegan incluso a temer a los detergentes por químicos, cuando las proteasas usadas actualmente son las mismas que las proteasas pancreáticas con las que se fabrican aquellos otros detergentes más naturales o los biodetergentes, salvo que ahora se obtengan mediante bacterias modificadas genéticamente, y gracias a las cuales conseguimos desarmar el pegamento proteico –manchas de leche, huevo, sangre, cacao, etc.– a aminoácidos y péptidos de cadena corta. Como curiosidad, decir que es ésta la razón y no otra por la que el agua de la lavadora ha de oscilar entre los 50-60ºC, ya que la temperatura óptima de enzimas como la subtilisina es esta [9], de modo que a temperaturas de ebullición o incluso ambiente, el resultado final del lavado no sería el mismo, habida cuenta que la enzima perdería su potencial hidrolítico.
Y es que la propia naturaleza es la partera misma de gran parte de los tóxicos que conocemos, incluyendo potentes carcinógenos. Por ejemplo, sabemos del potencial carcinogénico de las aflatoxinas del hongo Aspergillus flavus que encontramos en la mayoría de granos, el cual actúa como agente intercalante, distorsionando el patrón de lectura del ADN e induciendo la inserción y deleción de bases. De hecho, las aflatoxinas están presentes en el Grupo 1 de la lista de la Agencia Internacional para Investigaciones sobre el Cáncer (IARC) y en el Grupo K del Programa Nacional de Toxicología de los EE.UU, significando en ambos casos que se trata de carcinógenos humanos probados, tal y como ocurre con el tabaco, el alcohol o el asbesto, por casos [10]. De hecho, a menudo pasamos por alto con artes de trilero cómo las bebidas alcohólicas se hallan detrás de muchísimos cánceres de boca, faringe, laringe y esófago, como se sustrae de diversos estudios de cohortes y de casos y controles, no sólo por el etanol en sí, sino también por aquellos otros congéneres o subproductos tóxicos del etanol, como el acetaldehído, formaldehido, nitrosaminas, etc. [11].
Volviendo a las micotoxinas, vemos cómo la historia se repite con las fumonisinas del Fusarium, un contaminante fúngico del maíz relacionado con el cáncer hepático y esofágico [12]. Recordar de paso que el temido maíz transgénico Bt reduce hasta en un 95% la presencia de fumonisinas [13], así como nuestros tomates RAF, acrónimo de Resistente Al Fusarium, cuyo cultivo requiere de la salinidad del terreno a fin de inducir lo que conocemos como estrés osmótico, a fin de que la planta genere compuestos osmoprotectores como es el caso de los azúcares –de ahí el dulzor de los tomates RAF, que llegan a alcanzar hasta 9 grados en la escala de Brix, o lo que es lo mismo: 9% de sacarosa. Por tanto, vemos de qué manera el uso de según qué aditivos y fungicidas nos prevén de una sobreexposición a determinadas micotoxinas carcinogénicas, como ocurre con la cobertura antifúngica que recubre la corteza de los quesos, generalmente natamicina (E-235), un producto del Streptomyces natalensis que impide que las micotoxinas difundan hacia el interior del queso y la cual presenta una toxicidad extremadamente baja en células de mamíferos. Huelga aclarar que, lejos de los mitos que circulan por la red en relación al potencial mutagénico de determinados aditivos alimentarios, sí sabemos por el contrario con total certeza de la existencia de carcinogénicos tan naturales como las micotoxinas ya consignadas, gracias a pruebas tan insobornables como el test de Ames –en honor al toxicólogo Bruce Ames–, un tipo de ensayo biológico utilizado para detectar la carcinogenicidad de un determinado compuesto. Claro que ninguno de los tan temidos aditivos copan las listas sobre cancerígenos más allá de los foros de internet y los corrillos de verdulería.
Y es que la propia naturaleza es la partera misma de gran parte de los tóxicos que conocemos, incluyendo potentes carcinógenos. Por ejemplo, sabemos del potencial carcinogénico de las aflatoxinas del hongo Aspergillus flavus que encontramos en la mayoría de granos, el cual actúa como agente intercalante, distorsionando el patrón de lectura del ADN e induciendo la inserción y deleción de bases. De hecho, las aflatoxinas están presentes en el Grupo 1 de la lista de la Agencia Internacional para Investigaciones sobre el Cáncer (IARC) y en el Grupo K del Programa Nacional de Toxicología de los EE.UU, significando en ambos casos que se trata de carcinógenos humanos probados, tal y como ocurre con el tabaco, el alcohol o el asbesto, por casos [10]. De hecho, a menudo pasamos por alto con artes de trilero cómo las bebidas alcohólicas se hallan detrás de muchísimos cánceres de boca, faringe, laringe y esófago, como se sustrae de diversos estudios de cohortes y de casos y controles, no sólo por el etanol en sí, sino también por aquellos otros congéneres o subproductos tóxicos del etanol, como el acetaldehído, formaldehido, nitrosaminas, etc. [11].
Volviendo a las micotoxinas, vemos cómo la historia se repite con las fumonisinas del Fusarium, un contaminante fúngico del maíz relacionado con el cáncer hepático y esofágico [12]. Recordar de paso que el temido maíz transgénico Bt reduce hasta en un 95% la presencia de fumonisinas [13], así como nuestros tomates RAF, acrónimo de Resistente Al Fusarium, cuyo cultivo requiere de la salinidad del terreno a fin de inducir lo que conocemos como estrés osmótico, a fin de que la planta genere compuestos osmoprotectores como es el caso de los azúcares –de ahí el dulzor de los tomates RAF, que llegan a alcanzar hasta 9 grados en la escala de Brix, o lo que es lo mismo: 9% de sacarosa. Por tanto, vemos de qué manera el uso de según qué aditivos y fungicidas nos prevén de una sobreexposición a determinadas micotoxinas carcinogénicas, como ocurre con la cobertura antifúngica que recubre la corteza de los quesos, generalmente natamicina (E-235), un producto del Streptomyces natalensis que impide que las micotoxinas difundan hacia el interior del queso y la cual presenta una toxicidad extremadamente baja en células de mamíferos. Huelga aclarar que, lejos de los mitos que circulan por la red en relación al potencial mutagénico de determinados aditivos alimentarios, sí sabemos por el contrario con total certeza de la existencia de carcinogénicos tan naturales como las micotoxinas ya consignadas, gracias a pruebas tan insobornables como el test de Ames –en honor al toxicólogo Bruce Ames–, un tipo de ensayo biológico utilizado para detectar la carcinogenicidad de un determinado compuesto. Claro que ninguno de los tan temidos aditivos copan las listas sobre cancerígenos más allá de los foros de internet y los corrillos de verdulería.
Otro de los argumentarios mantenidos hasta hace poco como Lábaro Santo y que comienza a caerse por su propio peso es el de los antioxidantes exógenos en relación con la teoría de los radicales libres. Y es que hasta ayer, han sido muchos los que también nos han prometido la sanación de casi todos los males con cócteles antioxidantes, especialmente con frutas, verduras o complementos de Vitamina C y E . Ahora la ciencia se encarga de recordarles lo obvio, habida cuenta que los radicales libres tienen su papel importante en el organismo a fin de oxidar determinados gérmenes e incluso atacando al entorno de las células tumorales; pero lo verdaderamente preocupante es que, tal y como ocurriera con el bicarbonato sódico aplicado al cáncer, pareciera ser que la realidad sea muy otra a la que nos han tratado de vender, de tal modo que se ha relacionado un exceso de antioxidantes con la aparición de tumores [14]. Es decir, llegaría un punto a partir del cual la actividad antioxidante demudaría en prooxidante. Especialmente sería mala idea el abuso de antioxidantes cuando nos encontramos expuestos a determinados agentes carcinógenos en exceso, como es el caso del tabaco o el alcohol [15]. También múltiples estudios epidemiológicos echan por tierra el efecto protector del ácido ascórbico contra el cáncer y otras patologías, posiblemente dada su naturaleza hidrosoluble por la cual quedaría mermada su capacidad de actuación contra los radicales libres en los compartimentos lipofílicos, así como que la concentración plasmática de vitamina C no admite una concentración mayor a los 100 µM, aumentando entonces su excreción para mantener un nivel fisiológico normal. Sin ahondar en dichos estudios, sí sería totalmente recomendable por su volumen y profundidad la revisión expuesta en la obra Nutritional Toxicology, de Frank N. Kotsonis, en concreto los capítulos 1 y 2, Antioxidant nutrients and protection from free radicals y Carotenoids and heatlh Risk [16]. Por tanto, Steve Jobs erraría en su intento por convertirse en un burdo conato de San Pantaleón, quien incluso llegó a desarrollar hipercarotenodermia por su afición a los β-caroteno, precursores de la vitamina A, vitamina altamente hepatóxica y que en presencia de etanol aumenta dicho potencial. Hay que recordar que etanol y retinol –ambos alcoholes– están condenados a competir por la alcohol deshidrogenasa en su metabolismo, siendo una auténtica prioridad para el organismo metabolizar antes el etanol, pudiendo también éste aumentar la hepatoxicidad del retinol, además de producir la depleción de los depósitos hepáticos de vitamina A. Por cierto, recalcar también la baja biodisponibilidad de los carotenoides cuando se encuentran en vegetales crudos –la cocción la mejora ya que destruye su asociación a la RBP– o en ausencia de grasas. De hecho, el retinol es esterificado en las células intestinales, mostrando una preferencia por los ácidos grasos saturados, más en concreto por el ácido palmítico, dando como producto más abundante el palmitato de retinol.
Claro que otra de las moléculas milagro que comienzan a perder fuelle es el resveratrol, un estilbeno que encontramos en el vino tinto, algunas bayas y los cacahuetes –aunque sólo nos quedemos con el vino–. Y es que los estudios realizados hasta la fecha en relación con el resveratrol han sido realizados con organismos como la levadura o el gusano, no existiendo ensayos clínicos al respecto, y utilizando cantidades que, trasladadas a la realidad más cotidiana, significaría que necesitaríamos entre 100 y 1.000 botellas de vino tinto al día para alcanzar una dosis de resveratrol realmente efectiva [17]. Además, el resveratrol usado en la mayoría de estudios ha sido purificado o sintetizado, y no tal como lo encontramos en la dieta, olvidando del mismo modo que se trata de una molécula que interacciona con diferentes proteínas como las COX o la ADN polimerasa [18]. Claro que poco o nada importa cuando Google nos devuelve 350.000 páginas con la entrada «resveratrol complement», sirviendo así de poco la evidencia científica cuando es tanto el dinero que están haciendo los herbolarios y tiendas de dietética con algo tan natural como el resveratrol. Por no hablar del vino tinto y el alcohol en relación con una mejora en el colesterol HDL y su efecto cardioprotector con un consumo moderado. Y ojo que comienza a derrumbarse toda esa panoplia hasta ahora sostenida del alcohol como protector cardiovascular, sobre todo al arrimo de un estudio epidemiológico mendeliano publicado el 10 de julio en la prestigiosa British Medical Journal y en el que participaron 260.000 personas, de tal suerte que incluso aquellos portadores de la isoforma del gen de la alcohol deshidrogenasa 1B (ADH1B) –asociado a un menor consumo de alcohol, enfermedad coronaria, menor presión arterial sistólica y niveles de la citoquina IL-6 (proiinflamatoria)– hallaron beneficios tras la reducción del consumo moderado de alcohol [19]. Es decir, incluso los bebedores moderados –a quienes se les presuponía el efecto cardioprotector– se beneficiarían de la reducción del consumo de alcohol, lo que pone el foco en uno de las muchas lagunas que la epidemiología ha venido hallando en relación a los estudios que han trazado esa relación entre el consumo moderado de alcohol y el efecto cardioprotector: la presencia de sesgos, además de tratarse de seguimientos cortos y muestras pequeñas, de tal modo que existirían individuos genéticamente predispuestos al efecto cardioprotector, los cuales podrían haber contaminado las conclusiones derivadas de ciertos estudios observacionales.
Claro que otra de las moléculas milagro que comienzan a perder fuelle es el resveratrol, un estilbeno que encontramos en el vino tinto, algunas bayas y los cacahuetes –aunque sólo nos quedemos con el vino–. Y es que los estudios realizados hasta la fecha en relación con el resveratrol han sido realizados con organismos como la levadura o el gusano, no existiendo ensayos clínicos al respecto, y utilizando cantidades que, trasladadas a la realidad más cotidiana, significaría que necesitaríamos entre 100 y 1.000 botellas de vino tinto al día para alcanzar una dosis de resveratrol realmente efectiva [17]. Además, el resveratrol usado en la mayoría de estudios ha sido purificado o sintetizado, y no tal como lo encontramos en la dieta, olvidando del mismo modo que se trata de una molécula que interacciona con diferentes proteínas como las COX o la ADN polimerasa [18]. Claro que poco o nada importa cuando Google nos devuelve 350.000 páginas con la entrada «resveratrol complement», sirviendo así de poco la evidencia científica cuando es tanto el dinero que están haciendo los herbolarios y tiendas de dietética con algo tan natural como el resveratrol. Por no hablar del vino tinto y el alcohol en relación con una mejora en el colesterol HDL y su efecto cardioprotector con un consumo moderado. Y ojo que comienza a derrumbarse toda esa panoplia hasta ahora sostenida del alcohol como protector cardiovascular, sobre todo al arrimo de un estudio epidemiológico mendeliano publicado el 10 de julio en la prestigiosa British Medical Journal y en el que participaron 260.000 personas, de tal suerte que incluso aquellos portadores de la isoforma del gen de la alcohol deshidrogenasa 1B (ADH1B) –asociado a un menor consumo de alcohol, enfermedad coronaria, menor presión arterial sistólica y niveles de la citoquina IL-6 (proiinflamatoria)– hallaron beneficios tras la reducción del consumo moderado de alcohol [19]. Es decir, incluso los bebedores moderados –a quienes se les presuponía el efecto cardioprotector– se beneficiarían de la reducción del consumo de alcohol, lo que pone el foco en uno de las muchas lagunas que la epidemiología ha venido hallando en relación a los estudios que han trazado esa relación entre el consumo moderado de alcohol y el efecto cardioprotector: la presencia de sesgos, además de tratarse de seguimientos cortos y muestras pequeñas, de tal modo que existirían individuos genéticamente predispuestos al efecto cardioprotector, los cuales podrían haber contaminado las conclusiones derivadas de ciertos estudios observacionales.
Para acabar la catilinaria a lo natural como sinónimo de inocuidad, recordar someramente algunas sustancias tóxicas presentes en determinados alimentos vegetales consumidos con total cotidianeidad. A fin de cuentas, este es un blog que debiera ser de nutrición. Así, tenemos el caso de determinados glucósidos tóxicos capaces de originar una crisis hemolítica en individuos con déficit congénito de glusosa-6-fosfato deshidrogenasa tras el consumo de habas. De igual, tenemos las fitohemaglutininas presentes en la soja, cacahuete y judías, siendo especialmente tóxica la faseolotoxina A de la judía negra, capaz de producir lesiones en las microvellosidades intestinales, así como disminuir la utilización de nitrógeno y vitamina B12, necesitando de una buena cocción para inactivar las hemaglutininas. También podríamos sacar a colación la famosa solanina de patatas, tomates y berenjenas –no en vano se trata de solanáceas–, inhibidora de la acetilcolinesterasa, enzima encargada de hidrolizar la acetilcolina y, por tanto, capaz de provocar manifestaciones tóxicas digestivas, respiratorias y musculares. De hecho, numerosos estudios relacionan el consumo de patata infectada por el mildiu de la patata por parte de mujeres embarazadas y posibles malformaciones. Otra de las bondades de la naturaleza es la glicirricina del regaliz, capaz de inducir hipopotasemia, retención de sodio y agua. O fitoestrógenos como las isoflavonas de la soja, en el ojo del huracán por su actividad estrogenomimética y posible relación con casos de infertilidad. Por no hablar de la actividad antivitamínica de determinadas enzimas, como la ácido ascórbico oxidasa, presente en la pulpa de la calabaza, pepinos, melones, zanahoria y tomate, capaz de oxidar el ácido ascórbico, presentando una temperatura óptima de 15-30ºC, por lo que los vegetales no conservados en frío serían susceptibles de perder su contenido en vitamina C en pocas horas. O determinados antiminerales como el ácido oxálico, abundante en espinacas, ruibarbo, patata y té, capaz de disminuir la biodisponibilidad del calcio. De hecho, existe una relación oxálico/calcio, de tal modo que las espinacas presentan un cociente 1/0’1 = 10, sabiendo que a una relación mayor a 2’24 se considera mala fuente de calcio e incluso descalcificante, de igual que encontramos una relación entre los fitatos de cereales y leguminosas y la pérdida de calcio, de tal modo que 1 gramo de fitatos secuestran 1 gramo de calcio, formando sales que se pierden por las heces. También los fitatos se hallan detrás de una menor capacidad de utilización digestiva del hierro, magnesio, cobre y zinc, al actuar como agentes quelantes. Finalmente, no podíamos pasar por alto al tan adorado café, al que día sí y día también se le endosa o se le quita una nueva propiedad beneficiosa. Recordar que cada taza de café posee 15 mg de sustancias descritas como carcinogénicas, lo que supone una cantidad más elevada que todos los pesticidas que podamos ingerir a lo largo de una vida. Claro que el café no lo fabrica Monsanto ni Bayer…
Como hemos podido ver, ni todo es blanco ni nada es negro. A lo largo de nuestra evolución como seres humanos, hemos sabido adaptarnos a toda suerte de adversidades, siempre a fin de encontrar una posición de ventaja que nos garantice nuestro buen paso. Para ello, llevamos siempre con nosotros la balanza de costes y beneficios con objeto de buscar un punto de equilibrio entre los riesgos que pueda suponernos dar un determinado paso al frente y aquellos otros peligros a los que nos condenaríamos en caso de permaneces inmóviles. Esa maldita lucha es la que nos ha llevado a un punto en el que jamás se ha visto el ser humano en la Historia. Podemos criticar al mercado, a las grandes empresas, a la industria farmaceútica y agroquímica, así como invocar a la triste realidad que se vive en según qué países en desarrollo, donde el hambre y la miseria aún siguen condenando a gran parte de la población, fruto de guerras internas, oligarquías, dictaduras y falta de libertades. Sin embargo, desarmándonos del velo político-social y centrándonos en aquellos factores en relación con la Ciencia, es obvio que el ser humano ha dado un golpe de timón decisivo y nunca visto, a fin de enfrentarse a la enfermedad y aquellos elementos capaces de mermar nuestra salud. Podremos tener cierta incertidumbre frente a los nuevos desafíos, pero no podemos permitirnos tropezar con el misoneísmo en el que ciertos sectores tratan de hacernos caer mediante la imposición de la cultura del miedo. Y es que para muchos de ellos es el miedo –y no la fe– el que de verdad mueve auténticas montañas. Hemos pasado muchos de estos barrizales: el miedo a la transgénesis bacteriana que ahora salva vidas gracias a la producción de insulina humana mediante ingienería genética –algunos aún piensan que seguimos aislando la insulina del páncreas del cerdo– y al arrimo de la cual fabricamos toda clase de enzimas y productos en gigantescos biorreactores que facilitan el día a día de una sociedad en constante crecimiento, así como en la retirada de residuos de metales por biolixiviación o el mismo tratamiento de aguas; las vacunas con las que muchos han intentado inocularnos su miedo cerval e irracional hasta hacer peligrar los avances conseguidos, como es el caso del lúgubre Andrew Wakefield, quien liderara el movimiento antivacuna aduciendo a una relación entre la triple vírica y el autismo, y que fue cazado y apartado del registro médico por fraude e intentar patentar un nuevo test diagnóstico con el que bañarse en oropeles –los sembradores de miedos suelen coincidir en esto y siempre destilando una muy miserable ética–. Una relación entre la vacuna y la enfermedad que nunca existió, como este 2014 demostró un meta-análisis de más de 1.000 estudios y 1.300.000 niños, y vacunas que, como la hepatitis B, la rabia o el Norwalk-Virus, son aisladas a partir de organismos modificados genéticamente como levaduras y plantas tales como el tabaco, la patata o el tomate, de tal modo que la OMS ya ha planteado lo que supondría todo un avance, especialmente en los países en desarrollo: las vacunas comestibles, unas vacunas mucho más seguras, al tener perfectamente caracterizados los genes a silenciar o expresar, además de no trabajar con organismos patógenos; así como esa oscura época de los años noventa y principio del siglo XXI en relación a los aditivos como el aspartamo y otros, los que gozan de un control y seguimiento científico sólo superado por los transgénicos, otro de los grandes caballos de batalla de los sembradores del miedo; y muchos, muchos ejemplos más a lo largo de la Historia. Sin embargo, lo que podemos y debemos tener bien claro es que el miedo nunca nos hará avanzar. Como escribiera el bueno de Boccaccio, «vale más actuar a riesgo de arrepentirse que arrepentirse de no haber actuado». Máxime cuando del bien común se trata.
Como hemos podido ver, ni todo es blanco ni nada es negro. A lo largo de nuestra evolución como seres humanos, hemos sabido adaptarnos a toda suerte de adversidades, siempre a fin de encontrar una posición de ventaja que nos garantice nuestro buen paso. Para ello, llevamos siempre con nosotros la balanza de costes y beneficios con objeto de buscar un punto de equilibrio entre los riesgos que pueda suponernos dar un determinado paso al frente y aquellos otros peligros a los que nos condenaríamos en caso de permaneces inmóviles. Esa maldita lucha es la que nos ha llevado a un punto en el que jamás se ha visto el ser humano en la Historia. Podemos criticar al mercado, a las grandes empresas, a la industria farmaceútica y agroquímica, así como invocar a la triste realidad que se vive en según qué países en desarrollo, donde el hambre y la miseria aún siguen condenando a gran parte de la población, fruto de guerras internas, oligarquías, dictaduras y falta de libertades. Sin embargo, desarmándonos del velo político-social y centrándonos en aquellos factores en relación con la Ciencia, es obvio que el ser humano ha dado un golpe de timón decisivo y nunca visto, a fin de enfrentarse a la enfermedad y aquellos elementos capaces de mermar nuestra salud. Podremos tener cierta incertidumbre frente a los nuevos desafíos, pero no podemos permitirnos tropezar con el misoneísmo en el que ciertos sectores tratan de hacernos caer mediante la imposición de la cultura del miedo. Y es que para muchos de ellos es el miedo –y no la fe– el que de verdad mueve auténticas montañas. Hemos pasado muchos de estos barrizales: el miedo a la transgénesis bacteriana que ahora salva vidas gracias a la producción de insulina humana mediante ingienería genética –algunos aún piensan que seguimos aislando la insulina del páncreas del cerdo– y al arrimo de la cual fabricamos toda clase de enzimas y productos en gigantescos biorreactores que facilitan el día a día de una sociedad en constante crecimiento, así como en la retirada de residuos de metales por biolixiviación o el mismo tratamiento de aguas; las vacunas con las que muchos han intentado inocularnos su miedo cerval e irracional hasta hacer peligrar los avances conseguidos, como es el caso del lúgubre Andrew Wakefield, quien liderara el movimiento antivacuna aduciendo a una relación entre la triple vírica y el autismo, y que fue cazado y apartado del registro médico por fraude e intentar patentar un nuevo test diagnóstico con el que bañarse en oropeles –los sembradores de miedos suelen coincidir en esto y siempre destilando una muy miserable ética–. Una relación entre la vacuna y la enfermedad que nunca existió, como este 2014 demostró un meta-análisis de más de 1.000 estudios y 1.300.000 niños, y vacunas que, como la hepatitis B, la rabia o el Norwalk-Virus, son aisladas a partir de organismos modificados genéticamente como levaduras y plantas tales como el tabaco, la patata o el tomate, de tal modo que la OMS ya ha planteado lo que supondría todo un avance, especialmente en los países en desarrollo: las vacunas comestibles, unas vacunas mucho más seguras, al tener perfectamente caracterizados los genes a silenciar o expresar, además de no trabajar con organismos patógenos; así como esa oscura época de los años noventa y principio del siglo XXI en relación a los aditivos como el aspartamo y otros, los que gozan de un control y seguimiento científico sólo superado por los transgénicos, otro de los grandes caballos de batalla de los sembradores del miedo; y muchos, muchos ejemplos más a lo largo de la Historia. Sin embargo, lo que podemos y debemos tener bien claro es que el miedo nunca nos hará avanzar. Como escribiera el bueno de Boccaccio, «vale más actuar a riesgo de arrepentirse que arrepentirse de no haber actuado». Máxime cuando del bien común se trata.
REFERENCIAS:
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