Hubo un tiempo en el que fuimos muy de huevos. Y no nos referimos a huevos en el sentido gonadal, en esa evocación al cojonudismo español que tan a bien tuvo retratar el bueno de Unamuno como ridícula constante de la sociedad española. Hablamos del huevo como alimento que camina de la mano del hombre desde que hace aproximadamente 4.000 años tuviera lugar la domesticación de lo que hoy conocemos como gallina doméstica (Gallus gallus domesticus). Lo cierto es que la avicultura, en general, y la gallinocultura, en particular, han venido siendo una constante gastronómica –que no sólo nutricional– al abrigo de la cual el hombre ha podido desarrollarse en el plano social y cultural hasta alcanzar el punto en el que nos encontramos. Referencias de lo que se ha venido reconociendo como rebaño celeste encontramos desde tiempos del Imperio Nuevo de Egipto, pasando por la Grecia Clásica, los fenicios y cartaginenses –para quienes el huevo tuvo una gran importancia por estar presente en las gachas cartaginenses o puls punica–, etruscos y romanos, bizantinos, árabes, judíos y todo cuanto dejara su huella en el cajón blanco de la Historia hasta nuestros días
Claro que si hablamos de huellas, cabría buscarlas mejor que en ningún otro lugar allá donde éstas quedan grabadas en negro sobre blanco: desde el recetario más antiguo de cuantos conocemos, el reconocido De re coquinaria de Apicio, hasta el más reciente y humorístico tratado filosófico-gastronómico del inefable Brillat-Savarin: La fisiología del gusto. E incluso en la pintura podemos encontrar representada la exaltación de la trascendencia social del huevo, también entre los estratos más humildes, como vemos en el famoso bodegón de Velázquez de la Vieja friendo huevos (1618).
En el plano estrictamente gastronómico, son muchas las formas en las que hallamos al huevo, ya sea completo o según se trate de la yema o el albumen: fritos, pochados, encurtidos, revueltos, en tortilla, al horno, rellenados, en dulces, etc. Incluso podemos encontrar toda suerte de imperdonables extravagancias –a ojos de refinado occidental, claro está– como los huevos centenarios chinos, donde el huevo es enterrado durante un mes en una mezcla de arcilla, sal, ceniza y cáscara de arroz para que, al tiempo y una vez desenterrado el alimento, no quede más que una masa gelatinosa color café en lo que respecta a la clara y gris marengo en cuanto a la yema. No hace falta aclarar que el olor de dicho huevo no puede ser sino una auténtica pestilencia, habida cuenta que el azufre de los aminoácidos del huevo –AA azufrados como la cisteína y metionina– se convierte en ácido sulfhídrico conforme el pH del huevo aumenta paralelamente al envejecimiento del mismo, lo que le da ese olor tan característico a los huevos podridos y a los pedos.
Claro que todo anverso tiene su reverso. Y en esto que apareció la ciencia. Fue allá por la década de los 60 cuando todo esto comenzó a coger las formas y contornos de lo que con el correr de los años quedaría grabado como un burdo ectoplasma en el inconsciente colectivo de las personas: la colesterofobia. ¿Qué madre no se ha pegado advirtiendo índice enhiesto que no se comieran más de dos huevos al día? Esto, que incluso a día de hoy sigue siendo ley no escrita para cualquiera de nosotros, resiste a los rigores del análisis con la misma solidez que lo hace la impertérrita teoría de la catástrofe malthusiana; es decir, ninguna. Cero.
Cuando hablamos del huevo, hemos de tener presente que hablamos del alimento más completo de cuentos existen, en tanto que presenta la fuente de proteínas más perfecta –posee valor biológico 100–; un perfil lipídico muy aceptable, al tener mayor presencia de grasas insaturadas que saturadas, incluyendo ácidos grasos esenciales w3 y w6; y menos kilocalorías incluso que un plátano, con un promedio de 70 kcal por huevo, variando obviamente en función del peso del mismo. Sin embargo, esconde también entre su pertrecho de nutrientes un contenido en colesterol del orden de 200 mg/huevo, lo que es una cantidad muy elevada. Elevadísima. El problema es que en ciencia no siempre ocurre que dos más dos sean cuatro, puesto que son tantas las variables que se entrecruzan interviniendo a un mismo tiempo que queda imposibilitada dicha aritmética parvularia.
Así las cosas, como decíamos fue a partir de la década de los 60 cuando comenzó a cristalizar esa idea que relacionaba la ingesta de colesterol dietético con los niveles de colesterol sérico, entibándose así el silogismo en base al cual bajo las premisas de una ingesta elevada de colesterol y la subsiguiente elevación de los niveles plasmáticos, se induciría de este modo un aumento en el riesgo cardiovascular. Sin embargo, estudios como el de Hu y cols., llevado a cabo sobre 177.000 personas en Estados Unidos, no hallaron diferencia alguna entre aquellos individuos que consumían menos de un huevo a la semana y aquellos otros que consumían más de un huevo al día en cuanto a la correlación entre el consumo de huevo y la incidencia de enfermedades cardiovasculares. Incluso en estudios con ingestas elevadas de colesterol dietético de entre 750-1.500 mg/día no se hallaron incrementos significativos en los valores normales de colesterol sérico. Por su parte, McNamara y cols. (2000), en un metaanálisis en el que revisaron 166 estudios sobre ingesta de colesterol dietético y el aumento en los niveles plasmáticos, hallaron que un aumento de 100 mg/día en la dieta producía un incremento de tan sólo 2,2 mg/dl en la concentración plasmática de colesterol.
La razón por la cual el colesterol dietético incide tan insignificantemente sobre los niveles séricos del mismo se halla en un transportador de membrana que conocemos con el nombre de Niemann-Pick C1-L1 (NPC1L1), implicado en la absorción intestinal del colesterol dietético. Es por ello por lo que los seres humanos somos capaces de absorber únicamente un 40% del colesterol de la dieta. Además, hemos de considerar que en dicha absorción y asimilación pueden intervenir otra serie de factores, como ocurre en el caso concreto del huevo.
Del huevo sabemos que presenta en su composición lipídica del orden de 1.150 mg de fostatidilcolina o lecitina por unidad. Esta lecitina de la yema del huevo interviene en la absorción del colesterol por parte del enterocito, de tal modo que una reducción en la absorción del colesterol dietético a nivel intestinal se ha podido correlacionar con la acción de la propia lecitina (Koo y cols., 2001). Es decir, lejos de las fobias maternales en relación con el huevo y el colesterol, tenemos evidencias no sólo de que el huevo no aumenta los niveles plasmáticos de colesterol, sino que su consumo incide además positivamente reduciendo el mismo. Por tanto, tal y como ocurriera en la historia del archidiácono y el jorobado del campanario, tenemos que éste no sólo resultó no ser malo, sino que además vino para ayudarnos.
Claro que si lo que pretendemos es sacudir el polvo de las alfombras sin que éste acabe extendido entre toda la cacharrería y la quincalla, hemos de preservar aquellos otros elementos que sin ser olvidados, tampoco son muy recordados. Hablamos de determinados puntos concretos de nuestra genética, algo estudiado a fondo por el gran José María Ordovás (Universidad de Tufts, Boston).
Sabemos de determinados genes que se hayan implicados en mayor o menor medida en el metabolismo del colesterol, tal y como ocurre con el gen de la apolipoproteína E (APOE), situado en el cromosoma 19 y el cual presenta tres isoformas diferentes: APOE2, APOE3 y APOE4. Es por ello que los seres humanos podemos presentar una de las seis combinaciones posibles: E2/E2, E2/E3, E2/E4, E3/E3, E3/E4 o E4/E4, dependiendo de las isoformas que manifieste nuestra ascendencia. Lo verdaderamente importante de todo esto, la masa mollar, el intríngulis de la genética, es que cada uno de los alelos consignados presenta sus particularidades tanto a nivel poblacional como, obviamente, respecto al propio fenotipo de sus portadores. Con estos mimbres, sabemos que el alelo APOE2 es el menos abundante entre la población europea y se halla relacionado con niveles de colesterol en sangre más bajos; el alelo APOE3 es el más frecuente entre la población europea, teniendo unos niveles de colesterol mayores que los E2, pero menores que el APOE4; y, finalmente, el recién mencionado APOE4, más frecuente en poblaciones africanas y con una distribución en el continente europeo de tal modo que se halla más presente en los países escandinavos que en los mediterráneos, y estando en relación con niveles de colesterol mucho más elevados.
Así las cosas, es fácil prever que los portadores del genotipo E4/E4 y E4/E3 tengan niveles de colesterol plasmático más elevados que aquellos otros con el E3/E3 (el más común entre los europeos); del mismo modo que los E2/E3 y E2/E2 presentan el colesterol más bajo. Claro que los genotipos E2/E4 basculan de tal modo que el E4 –colesterol alto– y el E2 –colesterol bajo– se mantienen en el fulcro de la palanca, induciendo un equilibrio similar al E3/E3.
Sin embargo, toda historia tiene su solana y su umbría, y no podía ser menos en el caso de la APOE. Según estudios realizados, aquellos individuos con las formas E2 o E3, pese a tener formas más saludables, responden peor a los cambios en la dieta que aquellos otros con la isoforma E4, de modo que cuando los individuos con genotipos E4/E4 o E4/E3 pasaban de una dieta modelo americana –39% de grasa, 15% de saturadas y 435 mg/día de colesterol– a una dieta modelo japonesa –26% de grasa, 8% saturadas y 201 mg/día de colesterol–, la respuesta en modo de reducción de colesterol LDL se veía incrementada en un 50% en estos individuos en comparación con aquellos otros con las isoformas E2 o E3. Es decir, los E4, pese a la tendencia natural a tener niveles mayores de colesterol en sangre, responden mejor a los cambios en la dieta que aquellos otros que en teoría debieran tener unos niveles más estables. Estimando que en España entre un 10-12% de la población presenta el alelo APOE4 –colesterol alto– y siendo el más común el genotipo E3/E3, es fácil comprender cómo existen personas con un equilibrio berroqueño en su ratio de colesterol plasmático, independientemente de la dieta, y cómo otros son tan susceptibles a los vaivenes de la misma. Claro que existen otros individuos blindados con una forma más anormal de otra de las muchas apolipoproteínas, la APOA4-2, según la cual sus portadores son potenciales hiporrespondedores frente a los cambios en la dieta, de modo que el nivel de colesterol ni asciende ni desciende, al impedir la incorporación de la APOE a la lipoproteína en cuestión –la cual habría de unirse a los receptores celulares del hígado y liberar su contenido en triacilgliceroles y colesterol–. De ahí el conocido caso reportado por el Dr. Fred Kern de un paciente de 90 años de edad que estuvo comiendo durante 15 unos 25 huevos al día, manteniendo unos niveles de colesterol de lo más saludable y un peso constante entre 82-86 kg. Los análisis pertinentes mostraron que el sujeto en cuestión era portador del gen de la APOA4-2, lo cual le otorgaba cierta inmunidad frente a los más de 5.000 mg/día de colesterol que estuvo ingiriendo durante 15 años.
El corolario es que una concatenación de factores relacionados tanto con el propio huevo como con la APOA4-2 se sucedieron, reafirmando tanto el factor genético como el mismo beneficio del huevo líneas arriba mencionado; es decir, se engarzaban tanto la reducción en la absorción de colesterol, como un incremento en la síntesis de ácidos biliares y una reducción en la síntesis endógena de colesterol. Y es éste último punto el que más nos interesa en relación con todo cuanto nos ocupa en lo referido al huevo y el colesterol dietético. Sabemos que aproximadamente dos tercios del colesterol total es producido endógenamente, en contra de lo que a menudo solemos despreciar –especialmente los turiferarios de la parroquia colesterofóbica–. También sabemos, como ya hemos dicho, que sólo un 40% del colesterol ingerido con la dieta cruza el rompeolas del enterocito para penetrar en el sistema linfático en forma de quilomicrones. Este sería un tercio del colesterol total, el exógeno. Pero, ¿cómo coordinamos exógeno y endógeno? Cuando el colesterol pasa del sistema linfático al sistema circulatorio mediante el correspondiente drenaje a través de la vena subclavia izquierda y posteriormente es integrado a nivel celular, la propia célula bloquea o inactiva la enzima implicada en su propia síntesis endógena, la hidroximetilglutaril CoA reductasa (HMG-CoA reductasa). Por si fuera poco, cuando esto ocurre, la propia célula se protege una vez que éste colesterol exógeno entra en ella cesando la producción de receptores LDL. Es por ello por lo que, aun bañadas las células en colesterol, la homeostasis del mismo está perfectamente regulada.
Claro que, como en todo, dicha homeostasis puede quebrantarse por distintos factores, comenzado por el propio factor genético antes consignado. Por tanto, hemos de tener presente que es preciso y necesario barrer la actual colesterofobia –que como muchas otras tantas fobias tienen mucho de irracional–. Tan es así, que de acuerdo a un estudio publicado por el American Heart Journal en el que se analizaron 137.000 pacientes ingresados en hospitales de Estados Unidos por accidente cardiovascular, mostró que alrededor del 75% de estos pacientes mostraban niveles de colesterol plasmático normales.
Para concluir, si lo que nos preocupa es el colesterol elevado hemoos de poner nuestra antorcha en otro punto del tablero. Valga tan sólo redundar en lo ya analizado de un modo forzosamente general, pero no por ello exento de cierto rigor: la inocuidad del huevo en relación al colesterol plasmático –y el colesterol dietético en general– y el factor hipocolesterolemiante de la lecitina, así como determinados factores genéticos. Y valga remozar la vieja colesterofobia, la cual únicamente encuentra su actual sustento y andamiaje en eso que tan a menudo conocemos como sabiduría popular. Y es que a ésta siempre le ocurrió lo que a la jota de la Dolores, teniéndose por grande como el mismo Sol; pero lo cierto es que la sabiduría popular siempre tuvo más de popular que de sabia. Así que mejor que no duelan prendas a la hora de echarle huevos al huevo.