Cuando nos movemos por los arrozales de la alimentación, el término fast nos evoca a la comida rápida o basura. Sin embargo, FAST es también el acrónimo de The Food and Addiction Science and Treatment de la Universidad de Michigan, un laboratorio a años luz de aquellos otros espacios alabastrinos y asépticos donde se suele cocer la buena y mala ciencia que conocemos. En este caso, se trata de un restaurante simulado de comida rápida con sus paredes de colores vivos, mostrador, camareras y menús impresos. Y es aquí donde realizan gran parte de su trabajo las buenas de Ashley Gearhardt y Erica M. Schulte. Dos nombres que poco o nada nos dirían si no fuera porque son dos de las investigadoras más importantes de todo el planeta en cuanto al estudio de las conductas adictivas relacionadas con la comida. De hecho, Ashley Gearhardt es la partera misma de la reconocida Yale Food Addiction Scale (YFAS), herramienta psicométrica destinada a evaluar la posible adicción a la comida y que en 2016 fue optimizada para dar la YFAS 2.0 y su modelo abreviado mYFAS, en base a los criterios del DSM-V (Manual Estadístico y Diagnóstico de los Trastornos Mentales, de la Asociación Americana de Psiquiatría).
Así las cosas, la adicción a la comida se caracterizaría por la presencia de síntomas como la pérdida de control sobre la ingesta, consumo continuado a pesar de las consecuencias negativas de la misma e incapacidad de cesar a pesar del deseo de hacerlo (evoquemos ese «cuando haces pop, ya no hay stop» de Pringles). Por tanto, tal y como ocurre en otros trastornos de uso de sustancias, existiría una impulsividad y reactividad emocional incrementadas. Estudios con herramientas de neuroimagen han mostrado las similitudes biológicas existentes en cuanto a disfuncionalidad en los sistemas de recompensa entre individuos adictos a la comida y los dependientes de otras drogas de abuso. De este modo, los sujetos susceptibles de sufrir adicción a la comida exhiben una activación aumentada de regiones del cerebro relacionadas con la gratificación, como lo son el núcleo estriado y la corteza orbitofrontal medial. Pero, ¿qué es lo que determina que aflore ese deseo irrefrenable por ingerir según qué alimentos?
Sabemos que las sustancias adictivas rara vez se encuentran en su estado y forma natural en el momento de su consumo. A saber, las amapolas son procesadas para producir opio; las uvas para dar vino; la cebada, cerveza; las hojas de coca, cocaína. Y así podríamos continuar ejemplo tras ejemplo. Un fenómeno similar ocurre en relación a los alimentos. Es decir, tenemos frutas con un alto contenido en azúcares o frutos secos con grandes cantidades de grasas intrínsecas. Sin embargo, en su estado natural, rara vez encontramos alimentos en los cuales se hallen ambos y en cantidades elevadas, algo que sí vemos por el contrario en multitud de alimentos procesados. Por tanto, tal y como ocurriría con otras drogas de abuso, podría ocurrir que el procesamiento de los alimentos desencadenara unas respuestas biológicas y conductuales adictivas asociadas a esos niveles de gratificación y recompensa tan elevados. O, dicho con otras palabras, podrían secuestrar nuestros circuitos neuronales en el modo y forma que lo hacen otras sustancias de abuso como el alcohol, tabaco, etc.
Y es que, como a bien tienen subrayar Schulte y Gearhardt en un maravilloso trabajo publicado en PLOS ONE, del mismo modo que para los anglosajones el término droga puede referir a un compuesto psicoactivo como la cocaína o un fármaco como la aspirina, los alimentos presentan también todo un espectro de posibilidades, de modo que no es lo mismo un alimento tal y como lo encontramos en su estado natural (p.ej. una manzana) que aquel otro al que se le añaden ingentes cantidades de carbohidratos refinados (p.ej. una tarta de manzana). Hablaríamos por tanto de un aumento en la potencia o dosis concentrada de un agente adictivo capaz de incrementar el potencial abusivo de una sustancia. Así pues, sabemos que el agua posee un potencial de abuso pequeño o nulo, mientras que la cerveza (5% alcohol) sería más susceptible de desencadenar un consumo abusivo. Sin embargo, un destilado con un contenido en alcohol aún más elevado (p.ej. whisky, 40%) podría propiciar con mayor facilidad aún si cabe un consumo problemático. Es decir, nos encontraríamos con una mayor dosis del agente activo por servicio. Una dosis incrementada y, por tanto, potencia, que hallamos en los alimentos procesados cuando de carbohidratos refinados hablamos (p.ej. sacarosa o harinas refinadas). Pero no se trataría solamente de la dosis, sino también de la velocidad a la que es absorbido el agente adictivo.
Existe literatura al respecto del escaso potencial adictivo de masticar hojas de coca. Sin embargo, todos sabemos los riesgos que entraña el esnifar la cocaína purificada que de esa misma coca sale, en gran medida asociado a la velocidad a la que el agente activo es liberado dentro del sistema. Un fenómeno que vemos de igual cuando comparamos los picos de glucosa alcanzados con el consumo de fruta (baja carga glucémica) en relación a aquellos otros logrados tras la ingesta de una Coca Cola (alta carga glucémica), por caso. Y es que esta carga glucémica refleja no solo la cantidad de carbohidrato presente en un alimento, sino también la velocidad a la que es absorbido e incorporado al sistema. Tal y como ocurre con otras sustancias adictivas, la concentración del agente adictivo y su velocidad de absorción aumentan el potencial adictivo del mismo. Del mismo modo, estudios han revelado que alimentos con una elevada carga glucémica son capaces de activar los circuitos neurales de recompensa (p.ej. núcleo estriado) de un modo similar al que lo hacen otras sustancias adictivas, aumentando el deseo por ellos.
Volviendo a los trabajos de nuestras dos chicas, sabemos que la carga glucémica es un predictor mayor de comportamientos asociados al consumo adictivo que el azúcar o los carbohidratos totales presentes en un alimento determinado. Es decir, no sería tanto la cantidad de carbohidratos refinados presente como sí la velocidad a la que son absorbidos por el sistema. Algo que podemos ilustrar con uno de los alimentos más aireados popularmente como adictivos: el chocolate. ¡Cuántas veces escuchamos a alguien decir que necesita chocolate! ¿Estamos seguros de que lo que anhela realmente es el chocolate en sí? De ser así, ¿desearía una tableta Lindt 99% cacao? Improbable. ¿Y una tableta Nestlé de Chocolate azucarado con leche y almendras? Eso ya pinta diferente. Como nota, reseñar que en este caso concreto, el ingrediente más abundante en la tableta es el azúcar, con casi el 50% del mismo, lo cual cambia no poco el asunto. Alimento procesado, carga glucémica, potencia y dosis. El arquetipo del alimento hipotéticamente adictivo.
En el caso de los modelos animales, tenemos trabajos que ilustran cómo animales con conductas adictivas y atracones exhiben mayor propensión hacia las populares galletas Oreo que a su comida típica o pienso para ratas. Igualmente, ratas alimentadas con alimentos procesados como tarta de queso muestran una desregulación en los sistemas dopaminérgicos en el modo que sucede en respuesta a otras drogas de abuso. Otra muestra de adicción a este tipo de alimentos procesados en modelos animales –asumiendo sus limitaciones– lo vemos en trabajos en los que los animales siguen peleando por ingerirlos pese a recibir castigos –foot shock– en forma de pequeñas descargas eléctricas, lo que supone una total rendición frente al deseo y ansia por alcanzarlos, algo que no ocurre con sus alimentos típicos.
Con estos mimbres, las chicas de Michigan se dispusieron a analizar qué alimentos serían los más adictivos en dos estudios con distintas muestras representativas. Basándose en las características farmacocinéticas de las drogas de abuso como dosis y tasa de absorción, evaluaron si los gramos de grasa, carga glucémica o sodio pudieran tener un mayor o menor impacto sobre las conductas adictivas. El grado de procesamiento del alimento fue per se un factor distintivo de este tipo de conductas. Del mismo modo, los individuos con mayor puntuación en la escala YAFS mostraron una marcada preferencia por los alimentos con una carga glucémica elevada, más que por la cantidad neta de CH. Por su parte, las grasas, pese a aumentar la palatabilidad de los alimentos y activar regiones somatosensoriales del cerebro, se hallaron entre los más deseados pero siempre que se encontraran en el mismo alimento junto a los carbohidratos refinados. En el estudio primero, con 120 estudiantes universitarios, los 10 alimentos más problemáticos fueron de mayor a menor: chocolate, helado, patatas fritas, pizza, galletas, chips, tarta, palomitas de mantequilla, cheeseburger y muffins. En el estudio segundo, con una muestra de 398 participantes, el orden fue el siguiente: pizza, chocolate, chips, galletas, helado, patatas fritas, cheeseburger, refrescos y tarta. Huelga señalar que, en este caso, nueve de los diez de los alimentos que encabezaron la lista fueron altamente procesados y ricos en grasas y carbohidratos refinados.
En lo que respecta a la prevalencia de dicha adicción a la comida, un reciente trabajo de 2018 de Gearhardt et al. reportó que un 15% de la población norteamericana cumpliría los criterios de adicción del mFYAS. Casi el doble a lo observado en Alemania, donde tendrían una prevalencia del 7.9% según un estudio online basado en cuotas para obtener una muestra nacional más representativa. Un hecho que podría estar relacionado con la mayor tasa de obesidad existente en EE.UU. y volumen de alimentos altamente procesados. Recordar que en EE.UU. la adicción al alcohol sería del 13.3% y del 20% la del tabaco. Por su parte, un meta análisis de Pursey et al. publicado en Nutrients reseñaba una prevalencia del 19.9%, señalando asimismo la gran heterogeneidad de los trabajos analizados. No obstante, ninguno de los estudios del meta análisis fue realizado en países de bajos recursos económicos. De igual, pocos trabajos han estudiado la prevalencia en la coexistencia de otros trastornos mentales y psicopatológicos con la adicción a la comida. Un hecho de importancia, considerando que existe evidencia al respecto de la asociación entre adicción a la comida y mayor prevalencia de síntomas depresivos y ansiosos.
Al igual que ocurre con el abuso de otras sustancias, las tasas de adicción a la comida serían mayores en adultos de estatus socioeconómicos más altos. No obstante, los autores sugieren que dicho fenómeno podría deberse al hecho de que las personas de mayor estatus socioeconómico son más sensibles a la hora de auto-reportar problemas con la comida, del mismo modo que otros trabajados han hallado que estos individuos están más concienciados por los ideales del cuerpo y tienen mayor probabilidad de percibir el sobrepeso. Sin embargo, el desafío se hallaría en evaluar con mayor precisión esta conducta adictiva en los sujetos con menores ingresos, donde el consumo de alimentos procesados es más frecuente por su asequibilidad y donde su consumo es percibido casi como norma. De hecho, existiría una relación entre IMC, menores ingresos y adicción a la comida, una relación que no se da cuando analizamos IMC elevado y mayores ingresos económicos. Recordemos pues que son las personas de menos recursos los que se hallan más limitados a la hora de acceder a alimentos frescos. Respecto a la masa corporal recién nombrada, los trabajos de las personas de bajo peso y obesas exhiben mayores tasas de adicción a la comida que aquellas otras con normopeso y sobrepeso. La cuestión que atañe a las personas de menor peso necesitaría no obstante de más investigación, al existir indicadores conductuales que pudieran mimetizarse con los comportamientos observados en la adicción real y que como tal quedarían registrados (por ejemplo, comer más porciones de pizza de las pretendidas al no tener frenos ni reglas relacionadas con la ingesta asociada a una preocupación por el peso en un momento dado y no por puro deseo irrefrenable o adicción)
En relación a la edad, dicho fenómeno se daría principalmente en personas jóvenes, de tal modo que las tasas de adicción incrementarían hasta los 35-44 años, para decaer después de los 45, lo cual podría ser un reflejo de los cambios producidos en las décadas pasadas en relación al ambiente de los alimentos (por ejemplo, porciones cada vez mayores y accesibilidad a ultraprocesados). Otra hipótesis barajada sería la de los cambios neurobiológicos producidos en los sistemas dopaminérgicos a lo largo de la vida que pudieran reducir la capacidad de respuesta de los sistemas de recompensa frente al estímulo de sustancias adictivas.
Finalmente, hacer referencia a los determinantes psicosociales posiblemente implicados en el fenómeno. Un reciente trabajado publicado en Brasil y en el que también participó Ashley Gearhardt, observó un 4.3% de prevalencia, con una mayor presencia entre mujeres. Respecto a lo último, existe evidencia clínica y preclínica para explicar las diferencias entre géneros en relación al ansia por alimentos altamente palatables y procesados mediada por hormonas sexuales en los circuitos cerebrales, como los trabajos de Hallam et al. Por otro lado, hemos podido observar cómo el abuso psicológico y sexual durante la infancia se asocia positivamente con el comportamiento adictivo en mujeres. Un meta análisis de Danese et al. indicó en 2014 que el maltrato infantil es por sí mismo un factor de riesgo para la obesidad. Considerar que dadas las similitudes neurobiológicas y conductuales observadas entre obesidad y abuso de sustancias, se sugiere que la adicción a la comida podría ser un fenotipo clínicamente significativo dentro de la obesidad; pero hasta el momento sería tan sólo una hipótesis.
Una vez analizado someramente todo lo concerniente a los interesantísimos trabajos de las chicas del FAST, subrayar como reverso a su teoría la posición de Hebebrand et al. en relación a lo que –bajo su punto de vista– sería no una adicción a determinados alimentos, sino al propio acto de comer. Un choque de posiciones apasionantes que ya se encargan de rebatir Gearhardt y Schulte en un reciente artículo para la revista Appetite. Una posición la de Hebebrand que pudiera hacer aguas por los muchos trabajos experimentales con modelos animales, estudios con técnicas de neuroimagen, herramientas psicométricas y todo el trabajo de cantería que poco a poco va andamiando el cuerpo teórico y práctico de un fenómeno aún no comprendido en su amplitud y llamado a seguir dándonos años de debate acalorado sobre si existe como tal o no. Sólo queda tener presente la máxima de nuestro recién fallecido Jorge Wagensberg respecto a que «la ciencia está convencida de que debe buscar la verdad y la religión está ya convencida de que la tiene». Trabajo queda y mucho.
REFERENCIAS:
-EM Schulte et al. Associations of Food Addiction in a Sample Recruited to Be Nationally Representative of the United States. Eur Eat Disord Rev. 2018 Mar;26(2):112-119
- Pursey, K.M., Stanwell, P., Gearhardt, A.N., Collins, C.E., Burrows, T.L., 2014. The prevalence of food addiction as assessed by the Yale Food Addiction Scale: a systematic review. Nutrients 6 (10), 4552–459
-PR Nunes-Neto et al. Food addiction: Prevalence, psychopathological correlates and associations with quality of life in a large simple. J Psychiatr Res. 2018 Jan;96:145-152
- Schulte E et al., A commentary on the "eating addiction" versus “food addiction” perspectives on addictive-like food consumption. Appetite. 2017 Aug 1;115:9-15
- EM Schulte et al. Which Foods May Be Addictive? The Roles of Processing, Fat Content, and Glycemic Load. PLoS One. 2015 Feb 18;10(2):e0117959
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- Pursey, K.M., Stanwell, P., Gearhardt, A.N., Collins, C.E., Burrows, T.L., 2014. The prevalence of food addiction as assessed by the Yale Food Addiction Scale: a systematic review. Nutrients 6 (10), 4552–459
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