Fue Joseph Fouché, aquel genio tenebroso que con una mano defendió a girondinos y con la otra a jacobinos hasta llevar al cadalso a Luis XVI, quien llegó a sentenciar con la fachendosa inapelabilidad de un oráculo chino que «el republicano medio no necesita más que hierro, pan y cuarenta escudos de renta». La cosa no tendría su miga –hablando de mendrugos– si no fuera porque jamás supo lo que es vivir del pan, por mucho que la hambruna hiciera estragos. Bañado durante toda su vida en oropeles, llegó a ser uno de los más grandes terratenientes del país, al tiempo que preconizó las virtudes de la vida ascética. Semejante cinismo –que no hipocresía– lo hemos visto reproducirse sin descanso a lo largo de los siglos como los hongos después de la lluvia. Desde su coetáneo Rousseau, hasta el mismísimo Marx –untado por el bueno de Engels– hasta retrotraernos hasta el inefable Robin Hood, quien al arrimo de un manuscrito medieval descubierto por la Universidad de Saint Andrews, supimos que no sólo le robaba a los ricos como cuenta la leyenda, sino que también le iba de perillas con los menos afortunados.
Todo esto no hace sino ilustrarnos de qué manera la Historia está repleta de casos en los que, en nombre del buenismo y una más que impostada filantropía, amén de mesianismo, unos pocos rapaces han conseguido mediante engañifas y mañas de trileros engañar a una buena masa de inocentes para así aumentar sus beneficios, olvidando los principios vertebradores que decían defender. Con todo, sin perdernos por los andurriales de la Historia, sería bueno que contextualizáramos y viésemos cómo esa doble moral ha ido encontrando formas más sutiles para conseguir los mismos objetivos de distinta manera. A día de hoy lo tenemos muy a la vista. Valgan según qué empresas dedicadas dizque a la salud.
Así las cosas, si hablamos de un conglomerado empresarial que lleva a cabo durante décadas su propia Cruzada contra la industria farmacéutica sembrando auténticos odios africanos y consiguiendo que fragüe entre la sociedad un discurso victimista en base al cual los peces grandes –los malos– no dejan de merendarse a los peces pequeños –los buenos–, uno pensaría que esa empresa lo último que haría sería gastar las mismas tácticas comerciales que sus enemigos y, menos aún, perseguir de un modo infatigable la podredumbre moral derivada de ese estado cuasi imperial que mantienen las empresas malas o industria farmacéutica de beneficios multimillonarios. Sin embargo, nada se halla más lejos de la triste realidad. Baste retratar a uno de esos buenos que con tanto denuedo luchan contra los malos para así saber de qué va el negocio: Boiron.
Cuando hablamos de Boiron, hablamos de una empresa que a la fecha –25 de febrero de 2014– presenta una capitalización de casi 1.185 millones de euros, lo que al antiguo cambio nos da más de 200.000 millones de las antiguas pesetas. Este dato ya valdría para quitarle la careta y dejar al desnudo las verdaderas intenciones de la industria mal llamada alternativa, pues no sabemos bien qué puede tener de underground cotizar en Bolsa.
Sin embargo, todo ello no es más que el entrante de un truculento menú. Otro de los tantos mantras que repiten sin descanso en sus campañas victimistas –publicidad pura y dura– es que las grandes industrias farmacéuticas hacen sus Américas aprovechando la desgracia del enfermo, alcanzando mayores beneficios cuanto mayor sea la desgracia colectiva, como puede ocurrir en épocas grises del año, como ahora que andamos con la gripe en flor. Es decir, nos vienen a decir que los malos se aprovechan de los buenos de un modo no muy ético –todo ello cuando no dicen directamente que son las propias farmacéuticas quienes crean las enfermedades–. Claro que, al arrimo y al abrigo de los datos, la realidad pareciera ser muy otra.
La gráfica anterior nos muestra el histórico de precios de la francesa Boiron durante los últimos seis meses. Utilizando sus mismas argucias, cabría decir que ellos también saben lo que es hacer el agosto en tiempos de gripe, máxime cuando arrojan unos números de 300 millones de beneficios gracias en gran medida a su producto bandera: Oscillococcinum. Un producto que en Chile tuvo que retirar su publicidad por fraudulenta, ya que el Oscillococcinum decía en su etiquetado que era capaz de curar la gripe en menos de 48 horas, gracias a un principio activo –del que hablaremos después– que ni siquiera era referenciado tal cual. De ahí que también en Estados Unidos, la misma Boiron tuviera que hacer frente a una cantidad de 12 millones de dólares en concepto de indemnizaciones para así frenar la avalancha de denuncias que se le echara encima como Katrina desatado por publicidad fraudulenta, ya que era evidente que el mencionado medicamento no conseguía lo que prometía. Tan mal le salió la bravuconada de vender un producto milagroso que en cuestión de horas decía acabar con algo tan complejo como la gripe –reinventando así todo lo que sabemos sobre virología e inmunología hasta la fecha– que no sólo tuvo que sufrir las pérdidas económicas derivadas del engaño, sino que la FDA le obligó a modificar el etiquetado del producto, teniendo que dejar bien claro a partir de entonces que no habían logrado verificar experimentalmente su efectividad y, además, explicar lo que era el famoso principio de dilución basado en los centesimales hanemanianos, en base al cual para encontrar 1 miligramo de principio activo en una dilución 6CH necesitaríamos 1.000 toneladas de medicamento o una piscina del tamaño del planeta Tierra para encontrar una sola molécula diluida en una dilución del tipo 30CH.
Con todo, otra de las cosas más llamativas que resaltaron diversos colectivos independientes y afectados en Estados Unidos fue que no describieran con exactitud cuál era el principio activo y la base del mismo, como sí ocurre con el resto de medicamentos. Pues el principio activo en cuestión del famoso y tan rentable Oscillococcinum no es otro que el corazón e hígado de pato de Berbería –no vale cualquier otra familia de pato, pese a que ni las unas ni las otras se hayan estudiado experimentalmente–. La preparación implica llenar una botella estéril con un litro de jugo pancreático y glucosa. Después le añaden 35 gramos de hígado y 15 de corazón, para dejar que se disuelva durante 40 días. Posteriormente, ya entraríamos en la fase mágica de una gota por aquí, una dilución por allá y… ¡fuera gripe! Estos son los sólidos principios activos y científicos del Oscillococcinum o de lo que es lo mismo: cómo conseguir 300 millones de euros –50.000 millones de las antiguas pesetas– con vísceras de pato y sin tener que invertir ni un solo euro en ensayos clínicos. Todo para la saca, que diría el castizo. Bueno, verdad a medias, pues el medicamento en cuestión goza de una plúmbea base científica, a tenor de lo sentenciado en su día por Joseph Roy, según el cual los antiguos «consideraban el hígado como sede del sufrimiento, todavía más que el corazón, lo que constituye una perspectiva muy profunda, porque es en el hígado donde se producen las modificaciones patológicas de la sangre, y también el lugar donde la energía del músculo cardíaco sufre un cambio permanente». Ese es el nivel. He ahí el andamiaje teórico-científico. Cualquiera diría que hemos olvidado que eran precisamente los antiguos quienes caían como hormigas frente al oso hormiguero a la mínima gripe de cambio.
Otra de las paradojas que nos deja el pato de Berbería o pato almizclado –del que dicen que está mejor en el plato que diluido– es respecto a la manera en que se dispensa el medicamento. Es una máxima comúnmente aceptada a la hora de promocionar este tipo de medicinas alternativas que siempre presentan un carácter individualizado, ya que, según ellos mismos, este tipo de tratamientos no sigue unos patrones estandarizados como sí dicen que ocurre con la medicina científica o alopática. Este punto no está tampoco exento de cierta comicidad. Y es que cuando adquirimos el Oscillococcinum, adquirimos el mismo envase, cantidad y dilución, seamos un anciano, un adolescente o una mujer embarazada. Esa es la supuesta individualización. Parecieran olvidar que donde sí se lleva a cabo la individualidad es en la tan maltratada medicina convencional. ¿Acaso un análisis bioquímico no mide única y exclusivamente mis niveles de transaminasas, fosfatasa alcalina, urea, creatinina, etc. y no la de mi vecino? ¿Hay algo más individual que eso? ¿No me realizan un inmunoensayo exclusivamente a mí para evaluar la presencia de un determinado virus? Hasta donde sabemos, no es la medicina científica la que tiene patrones híper estandarizados de los tipos de personalidad como criterio diagnóstico y diferenciador tal y como sí mantienen ellos. Por lo tanto, vemos que el sentido común y la coherencia no se lo sacamos ni con fórceps. Puro cerrilismo medieval. Nada de extrañar, habida cuenta que el mismísimo Samuel Hahnemann llegó a decir que «todas las enfermedades son debidas al sexo». Con estos mimbres, no es difícil prever cómo habría de salirnos el cesto de los huevos y dónde habrían de parar éstos. Claro que eran otros tiempos, otras luces, otras motivaciones, donde la medicina no era aún tal cosa y donde ni siquiera el modelo atómico estaba dilucidado. De ahí que el verdadero problema no sea del bueno de Hahnemann –el angelito hacía cuanto podía y sabía– sino de aquellos que con el paso de los años y a pesar de los enormes avances en química molecular siguieron manteniéndolo en la silla curul, devolviéndole así muchos más honores de los que en puridad él nos dejara.
Volviendo a la seráfica Boiron, hemos de reseñar también cómo han conseguido trepar este Everest de la competencia y el mercado hasta tener una capitalización de casi 1.200 millones emulando a las grandes empresas farmacéuticas. Desde el luminoso diseño de su página web; un formato de envase mucho más cuidado a fin de aparentar una cierta seriedad y rigor de la que carecen; anuncios infantilizados dedicados a captar la atención de menores; correo spam, son muchas de las herramientas que utilizan a fin de seguir amasando su gigantesca fortuna y abrir nuevos mercados. Como vemos, todo ello muy alternativo. Cuando alguien se afana tanto en demostrar ser aquello que no es, sólo cabe un calificativo: impostor. En el caso que nos ocupa, bien sabemos que seguirán ternes como una gavilla en su insobornable postura de a Dios rogando y con el mazo dando. Siempre nos quedará la seriedad y los bemoles de Estados Unidos a la hora de poner los pies contra la pared a este tipo de empresas. ¿Prohibir? No. Baste con obligarles a no mentir en asuntos de salud. Sólo así los pobres clientes susceptibles de ser embaucados sabrán dónde dejan sus cuartos cuando entran en la farmacia. Únicamente la verdad y el conocimiento nos harán libres.