La mayoría de muertes atribuibles a enfermedad cardiovascular y enfermedades circulatorias, así como ciertos tipos de cáncer, están relacionados con la dieta. Sin embargo, a la hora de considerar la dieta desde una perspectiva general, solemos ver cómo esta queda reducida al calories in/calories out, poniendo el foco sobre la actividad física y exonerando de toda responsabilidad a la calidad de estos alimentos. Mientras que la actividad física ha decrecido sobre todo en las regiones más pobres, en aquellos otros núcleos más prósperos como los Estados Unidos, ésta se ha mantenido estable o ha aumentado en los últimos 30 años, al arrimo de determinadas publicaciones.
Así pues, ciertamente la ingesta ha aumentado, pero ¿por qué? ¿Ha cambiado nuestra biología en 30 años? Improbable. La calidad de la dieta y comportamientos asociados a ella tienen un gran impacto en cuanto al riesgo metabólico independientemente de la obesidad. De hecho, una persona delgada puede desarrollar disfunciones metabólicas sustanciales con una mala dieta (tenemos el caso de los TOFI, acrónimo de thin outside-fat inside, acuñado por el Dr. Jimmy Bell). Y es que sabemos que existen diferentes factores dietéticos capaces de influir en la adiposidad visceral y la producción de grasa hepática (lipogénesis hepática de novo). En particular, CH rápidamente digestibles y grasas trans. A corto plazo, cualquier dieta de moda puede funcionar a menos que prestemos atención. Sin embargo, ello no nos conducirá forzosamente a una mejora sobre nuestra salud general. Un claro ejemplo de cómo a veces basta con alzar la vista para otear el horizonte con una mayor perspectiva del problema lo hallamos en el terreno de la cardiología. Vemos cómo se ha venido logrando una mayor supervivencia poniendo el foco en la atención primaria (previniendo) más que en la atención secundaria (tratando). Igual debiera ocurrir en la obesidad, previniendo la ganancia de peso a largo plazo, más que tratando a los pacientes ya obesos con programas de pérdida de peso.
Así pues, ciertamente la ingesta ha aumentado, pero ¿por qué? ¿Ha cambiado nuestra biología en 30 años? Improbable. La calidad de la dieta y comportamientos asociados a ella tienen un gran impacto en cuanto al riesgo metabólico independientemente de la obesidad. De hecho, una persona delgada puede desarrollar disfunciones metabólicas sustanciales con una mala dieta (tenemos el caso de los TOFI, acrónimo de thin outside-fat inside, acuñado por el Dr. Jimmy Bell). Y es que sabemos que existen diferentes factores dietéticos capaces de influir en la adiposidad visceral y la producción de grasa hepática (lipogénesis hepática de novo). En particular, CH rápidamente digestibles y grasas trans. A corto plazo, cualquier dieta de moda puede funcionar a menos que prestemos atención. Sin embargo, ello no nos conducirá forzosamente a una mejora sobre nuestra salud general. Un claro ejemplo de cómo a veces basta con alzar la vista para otear el horizonte con una mayor perspectiva del problema lo hallamos en el terreno de la cardiología. Vemos cómo se ha venido logrando una mayor supervivencia poniendo el foco en la atención primaria (previniendo) más que en la atención secundaria (tratando). Igual debiera ocurrir en la obesidad, previniendo la ganancia de peso a largo plazo, más que tratando a los pacientes ya obesos con programas de pérdida de peso.
En EEUU, los no obesos ganan entre 0.5 y 1 kg/año. Este cambio tan sutil, dificulta en la mayoría de las personas percibir que estamos aumentando de peso (todos tenemos en mente ese compañero que vemos de casualidad cada 4 años y luce más rollizo. Seguramente él no perciba tal cosa). Esto implica además que nuestros mecanismos de regulación son realmente eficientes a la hora de conservar lo ganado (una perogrullada desde el punto de vista evolutivo) Esto sugiere que a lo largo de estos últimos 30 años han aparecido cambios ambientales que han producido cambios sutiles en estos mecanismos homeostáticos que nos han llevado a toda brida hacia la actual epidemia de obesidad.
En un trabajo longitudinal sobre 120.000 hombres y mujeres de 3 estudios de cohortes diferentes seguidos durante 20 años, con repetidas medidas de peso y hábitos dietéticos. Los alimentos asociados a mayor ganancia fueron: patatas chips, patatas (incluyendo hervidas, horneadas y purés) carnes procesadas y rojas, cereales refinados, dulces y postres. También fue observada la misma ganancia asociada a postres y dulces que a cereales refinados (consistente con la evidencia de que la velocidad en la digestión y respuestas metabólicas son similares entre el pan blanco y el azúcar). Entre las bebidas, refrescos, alcohol y zumos 100% de fruta también se asociaron positivamente con la ganancia de peso (todos CH refinados) Entre los relativamente neutrales se halló al queso. Finalmente, asociados a la pérdida de peso se encontraron los vegetales, frutos secos, cereales enteros y yogurt.
En un trabajo longitudinal sobre 120.000 hombres y mujeres de 3 estudios de cohortes diferentes seguidos durante 20 años, con repetidas medidas de peso y hábitos dietéticos. Los alimentos asociados a mayor ganancia fueron: patatas chips, patatas (incluyendo hervidas, horneadas y purés) carnes procesadas y rojas, cereales refinados, dulces y postres. También fue observada la misma ganancia asociada a postres y dulces que a cereales refinados (consistente con la evidencia de que la velocidad en la digestión y respuestas metabólicas son similares entre el pan blanco y el azúcar). Entre las bebidas, refrescos, alcohol y zumos 100% de fruta también se asociaron positivamente con la ganancia de peso (todos CH refinados) Entre los relativamente neutrales se halló al queso. Finalmente, asociados a la pérdida de peso se encontraron los vegetales, frutos secos, cereales enteros y yogurt.
Estos hallazgos proveen evidencia de que diferentes alimentos tienen diferentes efectos sobre nuestros cuerpos, regulación y vías compensatorias. Por el contrario, alimentos como las patatas y los refrescos parecen dañar esos canales de compensación. Diferentes alimentos con diferentes efectos, no solo en cuando a los niveles de hambre y saciedad, sino también en relación a la insulina, adrenalina y otras respuestas hormonales, así como lipogénesis hepática de novo, activación de los circuitos cerebrales de recompensa, interacciones a nivel de microbioma y gasto energético.
Monos alimentados durante 6 años con un 8% de la energía proveniente de grasas, cis en unos y trans en otros, mostró que aquellos alimentados con trans ganaron no sólo más peso, sino que éste se halló enormemente ligado a la ganancia de grasa visceral. Experimentos similares han demostrado que la grasa trans activa la lipogénesis hepática de novo.
Browning et al. llevó a cabo un ensayo con 18 individuos con HGNA, los cuales fueron divididos en dos grupos, alcanzando cada grupo una pérdida de peso del 5% durante dos semanas. Unos llevaron a cabo una dieta baja en carbohidratos y otros baja en grasas. Aquellos que siguieron una dieta low-carb redujeron en un 60% su grasa hepática, mientras que los low-fat lograron reducirla en un 25%
Lennerz’s et al. usó en su estudio dos comidas con idéntica apariencia, sabor, textura, calorías, palatabilidad y dulzura. La única diferencia fue su índice glucémico. Se obtuvo que el alimento con un mayor IG produjo una mayor activación postprandial de las regiones del cerebro involucradas en las respuestas de recompensa y ansiedad.
Monos alimentados durante 6 años con un 8% de la energía proveniente de grasas, cis en unos y trans en otros, mostró que aquellos alimentados con trans ganaron no sólo más peso, sino que éste se halló enormemente ligado a la ganancia de grasa visceral. Experimentos similares han demostrado que la grasa trans activa la lipogénesis hepática de novo.
Browning et al. llevó a cabo un ensayo con 18 individuos con HGNA, los cuales fueron divididos en dos grupos, alcanzando cada grupo una pérdida de peso del 5% durante dos semanas. Unos llevaron a cabo una dieta baja en carbohidratos y otros baja en grasas. Aquellos que siguieron una dieta low-carb redujeron en un 60% su grasa hepática, mientras que los low-fat lograron reducirla en un 25%
Lennerz’s et al. usó en su estudio dos comidas con idéntica apariencia, sabor, textura, calorías, palatabilidad y dulzura. La única diferencia fue su índice glucémico. Se obtuvo que el alimento con un mayor IG produjo una mayor activación postprandial de las regiones del cerebro involucradas en las respuestas de recompensa y ansiedad.
La calidad de la dieta también importa. Ebbeling et al. estudió a sujetos que habían logrado una reducción del 10% en su peso corporal, tras lo cual fueron adheridos a 3 dietas diferentes durante cuatro semanas, variando el contenido y calidad de los hidratos de carbono. Cuando consumieron una dieta baja en grasa durante la fase de mantenimiento, se redujo el gasto energético diario en 400 kcal. Sin embargo, cuando los mismos individuos fueron alimentados con una dieta de bajo índice glucémico, su gasto energético se vio reducido en 250 kcal. Por el contrario, al seguir una dieta más alta en grasas, el gasto energético diario se vio reducido en 100 kcal. Y todo ello considerando la ausencia de cambios en relación a la actividad física, registrada mediante acelerómetro.
Así pues, cabría considerar la calidad de los distintos hidratos de carbono en base, entre otros parámetros, al contenido en fibra, respuesta glucémica y forma (líquido o sólido). Y es que solamente en México se estiman 24.000 muertes anuales asociadas al consumo de refrescos azucarados, causadas por diabetes, enfermedad cardiovascular y cánceres asociados a la obesidad.
Tras analizar distintos métodos a fin de considerar la calidad de un hidrato de carbono, pareciera existir una regla de oro sobre lo que cabría tener por buenos carbohidratos. A saber, que por cada 10 gramos de CH, al menos exista 1 gramo de fibra (ratio 10:1 o menos). Esta métrica nos daría información de más valor que el considerar únicamente los azúcares añadidos, habida cuenta que esto último podría conducirnos a elegir productos sin azúcar pero con una cantidad muy elevada de almidones altamente refinados (p.ej. cereales de desayuno)
Así pues, cabría considerar la calidad de los distintos hidratos de carbono en base, entre otros parámetros, al contenido en fibra, respuesta glucémica y forma (líquido o sólido). Y es que solamente en México se estiman 24.000 muertes anuales asociadas al consumo de refrescos azucarados, causadas por diabetes, enfermedad cardiovascular y cánceres asociados a la obesidad.
Tras analizar distintos métodos a fin de considerar la calidad de un hidrato de carbono, pareciera existir una regla de oro sobre lo que cabría tener por buenos carbohidratos. A saber, que por cada 10 gramos de CH, al menos exista 1 gramo de fibra (ratio 10:1 o menos). Esta métrica nos daría información de más valor que el considerar únicamente los azúcares añadidos, habida cuenta que esto último podría conducirnos a elegir productos sin azúcar pero con una cantidad muy elevada de almidones altamente refinados (p.ej. cereales de desayuno)
Así las cosas, los esfuerzos a realizar desde la perspectiva de la Salud Pública habrían de ir ligados no al conteo de calorías, sino a que éstas provengan de alimentos mínimamente procesados, limitando carnes procesadas, bebidas azucaradas, exceso de alcohol, alimentos ricos en almidones, cereales refinados, azúcar, grasas trans y sal añadida. Ejemplo: un sándwich con embutidos bajos en grasa puede ser percibido como una opción saludable, pero típicamente consistirá en pan procesado, carne procesada y queso procesado, con un alto contenido en sal y almidones refinados, además de otros aditivos.
Buena prueba de ello y de su torpe institucionalización lo hallamos en el programa de almuerzos escolares de EEUU, el cual prohibió recientemente la leche entera, pero sigue permitiendo batidos de chocolate desnatados con azúcar, poniendo de este modo el foco sobre las calorías totales, algo tan simple como equivocado.
En relación a la propia industria alimentaria, vemos cómo la guerra contra el tabaco suele ser señalada a modo de analogía de lo que son sus prácticas habituales. Sin embargo, en relación al tabaco, no existe necesidad alguna por el producto: es una lucha a muerte. En contraste, la industria alimentaria, incluyendo productores agrarios, manufacturadores y vendedores, es necesaria a fin de alimentar al mundo.
Una analogía más precisa sería la de la industria de los automóviles. En Estados Unidos, entre 1925 y 1995, el número de muertes por vehículos fue reducida en un 90%. Obviamente, este logro jamás habría tenido lugar si las políticas hubiesen puesto el foco únicamente en el conductor. El tremendo éxito de reducir las muertes por accidente de tráfico vino de la mano de una estrategia multicomponente que involucró a conductores, coches, carreteras y cultura
En el plano individual: programas de educación, licencias, leyes a fin de regular ciertos comportamientos como el uso del cinturón de seguridad; en el aspecto de la producción de coches: cinturones, protecciones, cascos, asientos para niños, protecciones pasivas como airbags e interiores acolchados, etc.; en cuanto a las normas y la propia carretera: inspecciones de seguridad, ingienería de carreteras, límites de velocidad, stops, señales, etc. Y especialmente, poniendo especial atención al alcohol en la carretera. Igual habría de considerar en el marco de la alimentación.
Buena prueba de ello y de su torpe institucionalización lo hallamos en el programa de almuerzos escolares de EEUU, el cual prohibió recientemente la leche entera, pero sigue permitiendo batidos de chocolate desnatados con azúcar, poniendo de este modo el foco sobre las calorías totales, algo tan simple como equivocado.
En relación a la propia industria alimentaria, vemos cómo la guerra contra el tabaco suele ser señalada a modo de analogía de lo que son sus prácticas habituales. Sin embargo, en relación al tabaco, no existe necesidad alguna por el producto: es una lucha a muerte. En contraste, la industria alimentaria, incluyendo productores agrarios, manufacturadores y vendedores, es necesaria a fin de alimentar al mundo.
Una analogía más precisa sería la de la industria de los automóviles. En Estados Unidos, entre 1925 y 1995, el número de muertes por vehículos fue reducida en un 90%. Obviamente, este logro jamás habría tenido lugar si las políticas hubiesen puesto el foco únicamente en el conductor. El tremendo éxito de reducir las muertes por accidente de tráfico vino de la mano de una estrategia multicomponente que involucró a conductores, coches, carreteras y cultura
En el plano individual: programas de educación, licencias, leyes a fin de regular ciertos comportamientos como el uso del cinturón de seguridad; en el aspecto de la producción de coches: cinturones, protecciones, cascos, asientos para niños, protecciones pasivas como airbags e interiores acolchados, etc.; en cuanto a las normas y la propia carretera: inspecciones de seguridad, ingienería de carreteras, límites de velocidad, stops, señales, etc. Y especialmente, poniendo especial atención al alcohol en la carretera. Igual habría de considerar en el marco de la alimentación.