Alberston et al. Weight indicators and nutrient intake in children and adolescents do not vary by sugar content in ready-to-eat cereal: results from National Health and Nutrition Examination Survey 2001-2006. Nutr Res. 2011 Mar;31(3):229-36
A HOMBROS DE GIGANTES |
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A cencerros tapados. Así se mueven. De noche y sin hacer ruido. La alocución hace referencia a la vieja costumbre de los ganaderos de tapar con hierba y barro los cencerros de las vacas y las bestias para así poder entrar en los pastos ajenos a fin de alimentar a sus animales sin ser descubiertos. Cambia el contexto, pero no la picaresca. Si no, que le pregunten a determinados gerifaltes de la industria alimentaria, los cuales se las saben que ni el mago Berlín. Para muestra, un pequeño botón: el de los cereales de desayuno, eso que nos venden no como recomendable, sino como indispensable para el crecimiento y desarrollo de nuestros pequeños. Pues bien, hace unos años se publicó un trabajo de referencia en el Journal of Nutrition Research en relación a los patrones de consumo de cereales de desayuno de los niños norteamericanos y su impacto en determinados parámetros antropométricos. En concreto, el trabajo analizó los hábitos de 9660 niños y adolescentes entre los 6 y 18 años de edad en base al National Health and Nutrition Examination Survey. Huelga señalar que el trabajo en cuestión estuvo liderado por Ann M. Alberston, del Bell Institute of Health and Nutrition, un centro de investigación que, pese a lo pomposo del nombre, no es más que la cocina de trabajos científicos de la gigantesca General Mills. Es decir, el lugar donde se aderezan y almibaran los productos que pondrán en circulación en cada uno de los supermercados del país para poder referenciar posteriormente en tal o cual medio de comunicación que tal o cual producto no repercute ni tiene impacto en tal o cual aspecto de la salud. Veamos ahora la trampa. En lo que se refiere a estos cereales de desayuno, sabemos que la dosis de referencia que los fabricantes hacen figurar en el envase es de 30 gramos. ¿Y qué quiere decir eso? Pues que cualquier padre preocupado por lo que su pequeño se lleva a la boca –alguno queda– agarrará la caja de cereales en mitad del pasillo de desayunos del supermercado, fruncirá el entrecejo para afinar la vista y le dará el visto bueno al producto una vez observado que la ración de referencia tampoco posee tanto azúcar. Todo ello asumiendo los 30 gramos. Volviendo ahora al trabajo de Alberston financiado por General Mills, como era de esperar, las conclusiones fueron que los consumidores de cereales tenían un menor IMC que aquellos que no lo hacían. Sin embargo, la masa mollar del asunto, el nudo gordiano de aquello que nos ocupa es que el mismo trabajo dejaba ver que en los niños que consumían cereales con alto contenido en azúcar, el tamaño promedio de la ración era de 49.1 gramos, mientras que en aquellos otros que consumían cereales con un contenido moderado en azúcar, dicha ración promedia era de 61.6 gramos. Es decir, que nos hallaríamos literalmente con raciones reales que doblan los 30 gramos que figuran en el etiquetado como ración media que ingerimos por cada servicio. Por tanto, la secuencia sería la siguiente. Como fabricantes, hacemos figurar en nuestras cajas de cereales que la ración de referencia es de 30 gramos, la cual se basa en el promedio que ingería un estadounidense en 1977. Posteriormente, llevamos a cabo un trabajo científico basado en unas encuestas nacionales que no podemos adulterar a fin de ensalzar las bondades de los cereales de desayuno. Sin embargo, nos llevamos la sorpresa de que el consumo medio dobla literalmente a lo referenciado en nuestras cajas, lo que en román paladino significa que cada uno de estos niños ingerirá entre 2.5 y 4.2 kg más de azúcar al año de lo que ese buen padre pensó al contemplar la caja de cereales. ¿Y quién mueve ficha con todo esto? Pues nadie. A fin de cuentas, hablamos de un sector que cada año invierte más de 200 millones de dólares en anuncios publicitarios destinados al público infantil. Consignar que, de los 181 cereales de desayuno para niños registrados en la base de datos de EWG Food Scores, ninguno de ellos está libre de azúcar. De hecho, cada niño norteamericano ingiere del orden de 4.5 kg/azúcar sólo a través de los cereales de desayuno, esos mismos cereales que tan necesarios nos hacen parecer. Hacer notar que el consumo medio de azúcar en los niños norteamericanos de 2-5 años es de 53 gramos/día. En el caso de los de 6-11 años de edad, dicho consumo medio de azúcar es de 78.7 gr/d. Cuando nos vamos al rango de 12-19 años, la media asciende ya a 93.9 gr/d, todo de ello de acuerdo al NHANES 2009-2012. En el caso de nuestro país, el consumo medio de azúcares libres en niños es de 48.6 gr/d, mientras que en adolescentes es de 50.8 gr/d, en base a los datos del estudio ANIBES. Con todo, gigantes como General Mills y similares seguirán sacando sus bestias a pastar a cencerros tapados por las noches, sabedores de las lagunas existentes no sólo en el terreno de los etiquetados, sino en el nivel de conocimiento medio de la población en relación a los alimentos. A fin de cuentas, de la oveja mansa vive el lobo. Coda: son innumerables las trampas como estas que podríamos desenmarañar y sumar. -REFERENCIA:
Alberston et al. Weight indicators and nutrient intake in children and adolescents do not vary by sugar content in ready-to-eat cereal: results from National Health and Nutrition Examination Survey 2001-2006. Nutr Res. 2011 Mar;31(3):229-36
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«Sin sal, todo sabe mal», reza socarronamente el dicho popular. Nuestro ansiado oro blanco que tantas rutas y calzadas dio a lo largo de la historia por satisfacer una demanda siempre insatisfecha. Es tal la importancia de la que ha gozado, que incluso llegó a ser moneda de cambio entre los funcionarios públicos romanos, los cuales recibían su salarium en paquetes de sal. Sin embargo, la sal posee también su cara menos amable: la muerte. Sabemos que entre la antigua nobleza china, la sal –un lujo por entonces– fue utilizada como método de suicidio al abrigo de ciertos rituales tradicionales. Y no sólo eso. A día de hoy, la sal sigue detrás de multitud de desenlaces fatales. En 2011, el Journal of Forensic and Legal Medicine analizaba el caso de una mujer de 55 años de edad que logró suicidarse ingiriendo 700 mL de salsa de soja. Poniendo los números sobre la mesa, esto significaría que la misma llegó a ingerir del orden de 75 gramos de sal o 1300 mEq de sodio. La dosis letal de sal se estima que se halla entre los 0.75-3.0 gr/kg, apareciendo generalmente en la literatura con una LD50 en ratas de 3000 mg/kg. En el caso que nos ocupa, hablamos de una muerte con tan sólo 1.1 gr/kg, habida cuenta que el peso de la fallecida era de 67.2 kg. Reseñar que, tal y como describen con asombro los autores del trabajo, los niveles séricos de sodio hallados en la fallecida fueron de 187 mmol/L, considerando hipernatremia a unos niveles por encima de 145 mmol/L. De ahí que los autores señalaran que se trataría de los niveles de sodio plasmático más altos documentados. Sin embargo, dos años después, un trabajo publicado en The Journal of Emergency Medicine sentenciaría lo mismo, salvo que en este caso hablamos de un adulto de 19 años con unos niveles de sodio plasmático de 196 mmol/L que sí sobrevivió. Cabe subrayar que en este caso el ingreso se debió no al intento de suicidio, sino al mero machoalfismo; es decir, a un reto entre amigos. De este modo, el joven llegó a ingerir un cuarto de botella de salsa de soja, aproximadamente medio litro. O, lo que es lo mismo, entre 160-170 gr de sal, lo que entraría dentro del rango letal de acuerdo a su peso corporal. Señalar que, en relación a la salsa de soja, existen más casos descritos en la literatura científica de intentos de suicidio mediante la ingesta de la misma. Claro que si existen reportes de casos de muerte directa en relación a la sal es con el uso de ella como agente emético. Durante los años 60 y 70, las soluciones salinas eran recomendadas para inducir la emesis o vómito tras un episodio de envenenamiento. Con el tiempo, esta práctica fue mermando como un charco bajo el sol hasta desaparecer, aunque desgraciadamente sigue estando presente en el ámbito doméstico. En un trabajo publicado en Legal Medicine, los autores analizaron 3 casos de muerte por hipernatremia fatal tras el uso de sal como agente emético. En este caso, todos los pacientes llegaron al hospital con unos niveles séricos de sodio mayores a 245 mmol/L previos a la muerte, la cual aconteció por edema cerebral. La administración de la solución salina como emético fue de lo más variopinta. En el caso 1, se administró tras la ingesta de dos colillas por parte de una joven de 34 años; en el caso 2, a un hombre de 69 años con largo historial de esquizofrenia tras la ingesta de un neuroléptico de su compañera de habitación; y, en el caso 3, una niña de 4 años de edad que ingirió varias pompas de jabón mientras tomaba su baño. Prueba palmaria y manifiesta de cómo el remedio muchas de las veces viene a ser peor que la enfermedad cuando tratamos de echarnos el problema y la solución sobre la chepa en lugar de pedir asistencia sanitaria profesional. Otros casos de envenenamiento por sal descritos en la literatura científica tienen que ver con lavados gástricos, infusiones intravenosas de soluciones salinas, ingesta forzada en casos de abuso con niños o exorcismos en países subdesarrollados, así como ingestas accidentales cocinando, al confundir la sal con el azúcar y administrarle el alimento a niños o personas con desórdenes mentales o discapacitados. Al respecto, tenemos una maravillosa revisión sistemática publicada en 2017 en Nutrients por Norm R. C. Campbell, del Departamento de Medicina, Fisiología y Farmacología de la Universidad de Calgary, Canadá, y su compañera Emma J. Train. El contexto del mismo tiene que ver con la preocupación por una peligrosa campaña iniciada en Agosto de 2016 en las redes sociales bajo el lema #Salt4Siria, en la que jóvenes se auto-grababan en video ingiriendo una cucharada de sal a fin de poner el foco sobre la problemática de los refugiados sirios. Tras cumplir con el reto, cada joven nominaba a otro y así se retroalimentaba el #Salt4Siria. Pues bien, en este caso, los autores analizaron 35 casos de muerte por ingesta de sal aparecidos en la literatura científica, siendo en 19 casos adultos y en 16 niños. En ellos, los niveles séricos medios de socio fueron de 205 mmol/L, siendo el más alto 255 mmol/L y el más bajo 151 mmol/L. En 8 de las fatalidades con niños menores de 5 años, el azúcar fue confundida con la sal. En otra, se produjo un error a la hora de añadir la sal a una fórmula de rehidratación. Huelga subrayar así no sólo lo relativamente fácil que puede ser que ocurra semejante desenlace, sino las cantidades a ingerir. En el caso de dos niños, la dosis letal fue menor a 10 gr de sodio, lo que equivale a menos de 5 cucharaditas pequeñas de café, mientras que en el caso de 4 adultos, la dosis fue menor a 25 gramos de sodio, lo que se traduce en menos de 4 cucharadas soperas. Recordemos el caso visto líneas arriba del suicidio con 700 ml de salsa de soja, cuya ingesta sería de 75 gramos de sal. Por tanto, hablar de 25 gramos en un adulto pone en contexto el aspecto de las dosis letales. Del mismo modo, sabemos que solamente dos cucharadas de sal pueden producir aumentos en los niveles de sodio por encima de los 30 mmol/L, lo cual puede desencadenar daños neurológicos irreversibles. Con todo ello, resulta lógico que los autores cuestionen la LD50 relativa a la sal. La dosis menor con la cual tuvo lugar un desenlace fatal fue tan solo cuatro veces mayor que la ingesta media diaria de un individuo en Pekin y menos del doble del rango superior de consumo diario en chinos. Es importante tener en consideración cómo los humanos hemos evolucionado con mucha menos cantidad de sodio de la que actualmente ingerimos (0.1-1 gr/d), lo que justificaría la capacidad tan poco desarrollada por nosotros a la hora de poder excretar rápidamente grandes cantidades de sodio. Por si fuera poco, la variabilidad en la capacidad para eliminar este sodio varía no sólo en función del estado renal y determinadas patologías, sino de la variación genética, por lo que existirían individuos más sensibles a esta eliminación y otros resistentes, lo que incidiría en su capacidad de amortiguación frente a los efectos adversos derivados de la ingesta aguda de sodio. Vivimos que un momento sin parangón en nuestra historia en lo que a seguridad alimentaria se refiere. Los alimentos cada vez son más seguros. Sin embargo, a veces nos enmarañamos en neofobias alimentarias y miedos a determinados aditivos, fitosanitarios, transgénicos y toda esa batería de herramientas que nos han permitido llegar a este punto. Sin embargo, a veces dejamos perderse y difuminarse todo ello entre las banalidades del día a día, generando miedos injustificados y sobredimensionados fruto de un misoneísmo desacomplejado, olvidando cuestiones como las reseñadas líneas arriba. Cuando hablamos de alimentos y su potencial letal, nos olvidamos a menudo del número de veces en las que pasan por nuestras manos productos y herramientas capaces de producir desenlaces fatales con una probabilidad mayor a la observada en aquellos otros productos a los que tanto tendemos a temer. Como curiosidad al respecto y lejos de alzar un panegírico al mismo, señalar que la LD50 del glifosato es 5600 mg/kg. La del alcohol, 7000 mg/kg. La de la vainilla, 1600 mg/kg. La de la aspirina, 200 mg/kg. La cafeína, 192 mg/kg. La nicotina, 50 mg/kg. Y la sal…¡ay, la sal! REFERENCIAS:
-Campbell NRC et al. A Systematic Review of Fatalities Related to Acute Ingestion of Salt. A Need for Warning Labels? Nutrients. 2017 Jun 23;9(7) -Carlberg et al. Survival of acute hypernatremia due to massive soy sauce ingestion. J Emerg Med. 2013 Aug;45(2):228-31 -Turk et al. Fatal hypernatremia after using salt as an emetic--report of three autopsy cases. Leg Med (Tokyo). 2005 Jan;7(1):47-50. -Furukawa S. et al. Fatal hypernatremia due to drinking a large quantity of shoyu (Japanese soy sauce). J Forensic Leg Med. 2011 Feb;18(2):91-2 De acuerdo al estudio diabet.es, del Centro de Investigación Biomédica en Red de Diabetes y Enfermedades Metabólicas Asociadas (CIBERDEM) y el Instituto de Salud Carlos III (Ministerio de Ciencia e Innovación), la prevalencia de diabetes en nuestro país es del 13.8%, de modo que casi 4 millones de españoles mayores de 18 años padecen la enfermedad, con cerca de 400.000 personas debutando cada año en la misma. Una prevalencia que aumenta con la edad desde los 18 años y con un máximo en los 75. Unas cifras ciertamente aterradoras, pero muy en consonancia con las emergentes en otros rincones del planeta. En la actualidad, la metformina constituye el fármaco de inicio de elección propuesto por la mayoría de las guías una vez que fracasan las medidas de modificación de los hábitos de vida y dieta. Hasta aquí la teoría. En la práctica, lo que vemos en los centros de Atención Primaria es su dispensión a diestro y siniestro toda vez que el sujeto "tenga un poco de azúcar", como tan meliflua y almibaradamente suelen referirse a la diabetes muchos profesionales de la salud con nadie sabe qué objetivo o intención. No en vano, cada año se venden en España más de 24 millones de unidades de metformina, siendo el principio activo que más ingresos genera, con 280 millones de euros. Por otro lado, sabemos que el 20% de los diabéticos presenta depresión, de igual que la deficiencia de vitamina B12 puede producir cansancio, malestar no específico, anemia, neuropatía y desórdenes neuropsiquiátricos, depresión incluida. Y hete aquí la secuencia en cuestión: diabetes, metformina, B12 y desórdenes varios. Veamos ahora por partes. Tal y como menciona la ficha técnica de la metformina, ésta interfiere en la absorción de la B12 dependiente de calcio. Tan es así, que tenemos evidencia suficiente al respecto de cómo las personas que toman metformina tienen niveles más bajos de B12 en sangre que quienes no lo toman. El grado de deficiencia de B12 en pacientes tratados con metformina es comparable al de pacientes con gastrectomía, lo que lo convierte en un asunto desde luego nada baladí, máxime al considerar cómo esta deficiencia de B12 puede gatillar determinados trastornos cognitivos. Para acabar de enmarañar aún más el asunto y rizar el rizo, sabemos que la B12 en diabéticos puede estar disminuida incluso sin metformina, descendiendo no obstante con metformina en un modo dosis-dependiente. En una revisión sistemática y metaanálisis de 2016 publicada en Diabetes & Metabolism, el uso de metformina en pacientes diabéticos se asoció a unos niveles menores niveles de B12 (-57 pmol/L) después de un periodo de 6 semanas a 3 meses de tratamiento. Una reducción en los niveles de B12 que podría conducir a los pacientes diabéticos a una deficiencia franca de B12 (<150 pmol/L) o estatus borderline (150-220 pmol/L). Otra revisión sistemática y metaanálisis publicada dos años antes en PLoS One mostró unos resultados muy similares. Según la misma, los niveles de B12 fueron menores en los pacientes tratados con metformina que en aquellos otros con placebo o una tiazolindiona (Rosiglitazona). De hecho, los pacientes tratados con metformina mostraron una reducción en los niveles de B12 de -53.93 pmol/L, unas cifras muy similares a las observadas en el trabajo referenciado líneas arriba. Un análisis por sub-grupos dejó entrever asimismo que aquellos pacientes sujetos a mayores dosis de metformina (> 2000 mg/d) mostraron mayores reducciones en los niveles de B12 (-78.62 pmol/L) que aquellos otros con dosis menores a 2000 mg/d (-37.99 pmol/L). Así pues, la metformina induciría una reducción en los niveles de B12 de un modo dosis-dependiente como a bien tuvimos señalar anteriormente. Pero no todo queda en eso. Veamos cómo el asunto se ovilla y embrolla aún más. El estudio HOME (Hyperinsulinaemia: the Outcome of its Metabolic Effects) es el mayor ensayo clínico controlado respecto al uso de metformina a largo plazo realizado en pacientes diabéticos tratados con insulina. El mismo mostró que la metformina se halla ligada a unos niveles progresivamente más bajos de B12 a lo largo del tiempo, aumentando paralelamente los niveles séricos de homocisteína, la cual puede por sí misma sugerir una deficiencia en B12. No obstante, la homocisteína total no es un marcador específico del estatus de B12, ya que puede hallarse afectada por el propio estatus de folato y otros factores relacionados con el estilo de vida. Sin embargo, el ácido metilmalónico (MMA), un producto del metabolismo de la B12, muestra una mayor especificidad para chivarnos una posible deficiencia de B12. Hemos de tener presente que hablamos además de una deficiencia generalmente subdiagnosticada y subtratada, en cuyo casos de severidad podría conducirnos a la aparición de anemias macrocíticas, neuropatías periféricas y alteraciones mentales y psiquiátricas, entre otros. Pues bien, un reciente trabajo de Mattijs Out et al. publicado en Journal of Diabetes Complications, llevó a cabo un análisis post hoc del mismo HOME, evaluando la relación entre el uso prolongado (4.3 años) de metformina en DB2 y los niveles de MMA. Del mismo, los autores sustrajeron que la metformina no sólo redujo los niveles de B12, sino que progresivamente incrementó los niveles de MMA, lo que a su vez indujo un empeoramiento en la neuropatía de acuerdo al Neuropathy Score (NPS). Esto, según el trabajo referenciado, conduciría a la paradoja de que la metformina pudiera ejercer un efecto beneficioso sobre la neuropatía diabética a través de un descenso en la HbA1c y un efecto adverso mediante el aumento en los niveles de MMA, lo que daría un efecto neto no significativo. Huelga consignar en este punto el llamamiento que los propios autores del trabajo hacen en relación a las recomendaciones actuales respecto a la metformina y las mediciones periódicas de B12, proponiendo que estas recomendaciones sean mucho más duras dada la magnitud de ciertos desenlaces clínicos que pudieran derivarse de la deficiencia en B12 asociada a la toma de metformina. Una problemática la del MMA que vemos de igual respecto a la homocisteína. Yuka Sato et al. del Diabetes Center del Hospital Aizawa de Japón, llevó a cabo un trabajo en el que analizó el estatus de B12 en 62 pacientes tratados con metformina. De ellos, el 13% presentó una deficiencia de B12 (< 150 pmol/L) y el 29% tuvo unos niveles borderline (150-220 pmol/L), de modo que cuanto mayor fue la dosis de metformina, mayor fue la deficiencia de B12. Del mismo modo, los autores observaron una correlación positiva independiente entre estos niveles de B12 más bajos inducidos por la metformina y un aumento en los niveles de homocisteína, la cual acentuaría el riesgo de retinopatía diabética. A fin de objetivar una corrección en la deficiencia de B12, los investigadores suplementaron a 10 de los pacientes con 1500 mg/día de B12 por 2.2 meses sin cesar el tratamiento con metformina. Los niveles de B12 antes de la intervención fueron de 152 pmol/L, mientras que después de la misma fueron 299 pmol/L, lo cual pone de relieve no sólo la importancia clínica de dicha suplementación, sino que lo hace además sobre la facilidad con la que los pacientes diabéticos tratados con metformina podrían corregir una posible deficiencia concomitante al tratamiento, minimizando así otros riesgos añadidos como serían niveles aumentados de homocisteína y retinopatía. Al respecto de la relación entre el tratamiento con metformina y los niveles elevados de homocisteína, una revisión sistemática y metaanálisis publicada en 2016 en Nutrients por Zhang Q. et al encontró una asociación significativa entre la metformina y un incremento en las concentraciones de homocisteína en ausencia de suplementación exógena con ácido fólico o B12. Un asunto del que señalan su relevancia clínica habida cuenta de cómo niveles elevados de homocisteína parecieran aumentar el riesgo de enfermedad cardiovascular, deficiencias cognitivas, cáncer, fallo renal crónico y otras enfermedades crónicas, motivo por el cual las guías de la American Association of Clinical Endocrinologist (AACE) recomiendan la suplementación con B12 en pacientes tratados con metformina. Una suplementación exógena referenciada que sería por sí misma predictora del estatus de B12 en personas mayores. Así, un trabajo publicado este mismo año en el prestigioso British Medical Journal (BMJ) evaluó la efectividad de la fortificación voluntaria por parte de los fabricantes de determinados alimentos sobre el estatus de B12 y folato en personas mayores de Irlanda. El estudio, basado en el TILDA (The Irish Longitudinal Study on Ageing) concluyó que el mayor predictor positivo del estatus de B12 fue el auto reporte de inyecciones de B12 y/o uso de suplementos, seguido del sexo y localización geográfica. Por el contrario, el mayor predictor negativo del estatus de B12 fue el uso de metformina. Un trabajo que goza de cierto interés a nivel de Salud Pública al considerar la ineficacia de las políticas actuales de fortificación voluntaria sobre el estatus de B12 y folato para las personas mayores, así como el riesgo inherente a la metformina. Claro que el problema del tratamiento con metformina en pacientes diabéticos alcanza el paroxismo cuando de ancianos precisamente hablamos. Sabemos que estos sujetos presentan por sí mismos una mayor predisposición hacia la deficiencia de B12, con toda la batería de problemas clínicos que de ella se derivan. ¿El motivo? La hipoclorhidria concomitante a la ancianidad. Estos individuos producen menos ácido clorhídrico a través de las células parietales del estómago, el cual es necesario para desdoblar la B12 fijada a los alimentos para, posteriormente, fijarse al factor intrínseco y formar el complejo B12-FI, que será el que se absorba a través del íleon terminal. Por tanto, las personas mayores tendrán mermada la absorción activa de B12. Sin embargo, existe un pequeño pasillo de incendios que no es otro que la absorción por difusión pasiva, la cual permite la absorción del 1% de la cobalamina administrada oralmente y de la cual hablaremos posteriormente. De acuerdo a un trabajo publicado en Archives of Gerontology and Geriatrics este mismo año, de una muestra de 1996 ancianos institucionalizados, 507 presentaban diabetes y, de ellos, 188 recibían metformina. La prevalencia de deficiencia de B12 en los pacientes diabéticos que tomaban metformina fue del 53.2%. Un sub-análisis de 174 pacientes tratados con metformina dejó entrever que la dosis y duración en el tratamiento con metformina se hallaron relacionados directamente con la deficiencia de B12, de modo que la prevalencia en la deficiencia de B12 entre aquellos que tomaban metformina ≥1500mg/día por más de 2 años fue del 75.9% y más de 2 veces mayor que en aquellos otros pacientes que tomaron metformina <1500 mg/día por ≤2 años (35.3%). Los mismos autores del trabajo citado ya publicaron en 2015 un estudio con 1996 ancianos institucionalizados en el que la prevalencia de deficiencia de B12 fue 34.9%, lo que pone de relieve la importancia del estatus de B12 en el anciano, en general, y en el diabético tratado con metformina, en particular. Cabe considerar que sólo un 37% de las personas mayores recibiendo metformina evaluarían su estatus de B12 después de largo tiempo bajo tratamiento, como a bien tiene señalar un trabajo publicado en el Journal of the American Geriatrics Society con veteranos norteamericanos. Un fenómeno ciertamente preocupante dadas las implicaciones clínicas de dicha deficiencia en la población anciana como debilidad o neuropatía, junto con el enorme margen de reversibilidad posible mediante suplementación. De hecho, dado el carácter multifactorial de la neuropatía periférica, muchas de las veces se asume erróneamente que el cuadro neuropático es exclusivo de la propia neuropatía diabética, ignorando así potencialmente la causalidad reversible fruto de las bajas concentraciones de B12, lo cual puede conducir al paciente a una polimedicación inapropiada que podría causar efectos adversos en el mismo en comparación con la intervención con cobalamina. Considerar que las concentraciones de B12 comienzan a descender tan pronto como a los 6 meses del inicio con metformina, pudiendo llevar desde 2 a 5 años en producirse la depleción de las reservas fisiológicas y más aún en desarrollar síntomas clínicamente observables. Con todo, hemos recorrido las distintas estaciones de la problemática relativa al tratamiento con metformina, niveles bajos de B12, aumentos en homocisteína y/o MMA, complicaciones micro y macrovasculares, además de desórdenes neuropsiquiátricos, con especial énfasis en personas mayores. Pero, ¿qué hay de la dosis a administrar? Para eso tenemos que irnos a un interesantísimo ensayo de búsqueda de dosis publicado en el Journal of American Medical Association a fin de hallar la dosis mínima de cianocobalamina a partir de la cual los marcadores de deficiencia de B12 se verían normalizados en personas mayores según sus niveles de B12 y MMA. Para ello, ensayaron el efecto de las siguientes dosis orales diarias: 2.5, 100, 250, 500 y 1000 µg de cianocobalamina administradas durante 16 semanas sobre 120 personas mayores con déficit de B12. Las dosis de 2.5, 100, 250 , 500 y 1000 µg de cianocobalamina lograron reducciones en las concentraciones plasmáticas de MMA del 16%, 16%, 23%, 33% y 33% respectivamente. Dosis diarias de 647 a 1032 µg se asociaron con el 80-90% de la reducción máxima estimada en la concentración de MMA en plasma. Huelga señalar que trabajos anteriores con dosis diarias de 25 o 100 µg de cianocobalamina lograron descender pero no normalizar los niveles de MMA, mientras que con 1000 µg sí se lograron. Así las cosas, la dosis mínima necesaria para normalizar la deficiencia leve de B12 es más de 200 veces mayor que la ingesta diaria recomendada de B12, la cual es aproximadamente de 3 µg/d. Volviendo a la metformina y su efecto sobre los niveles de B12, son varias las teorías al arrimo de las cuales se produciría dicho fenómeno: absorción disminuida por cambios en la microbiota intestinal; interferencias con la absorción intestinal del complejo B12-factor intrínseco; alteraciones en los niveles de factor intrínseco; y alteraciones en la función de las membranas dependientes de calcio en el íleon terminal. Sea una de ellas actuando aisladamente o todas al alimón en una compleja danza de interacciones fisiológicas –como suele ser el caso–, lo cierto es que hablamos de un fenómeno poco tenido en cuenta a pesar de la magnitud y alcance de sus posibles implicaciones clínicas. Pero no nos llevemos a engaño y ahorrémonos las plañideras. Lamentablemente, cada vez estamos más familiarizados con esa abulia pedagógica que vemos en Atención Primaria con nuestros diabéticos y ancianos. Baste observar el propio lenguaje y mensajes lanzados en relación a la patología, así como en otros muchos aspectos, como lo son aquellos relativos a la nutrición y estilos de vida, los cuales son totalmente desmochados por la intervención farmacológica. Tal y como hemos revisado líneas arriba, es abundante y de calidad la literatura científica existente respecto a las consideraciones a tener en cuenta una vez iniciado el tratamiento con metformina en pacientes diabéticos, especialmente cuando de tercera edad hablamos. La seguridad y eficacia de la cianocobalamina es indiscutible. Buena, bonita y barata. A ello le podemos añadir que goza de una enorme facilidad en su administración, al existir fórmulas bucodispensables a dosis de 1000-2000 µg capaces de corregir con una única dosis diaria una deficiencia que para nada es anecdótica en las personas mayores. Teniendo en cuenta la escasa atención brindada al estatus de B12 y la dificultad para determinar su estatus real sin tener en cuenta los niveles de homocisteína y/o MMA, sería oportuno intervenir profilácticamente priorizando este tipo de intervenciones y no el rosario de parches y remiendos farmacológicos en los que se incurre con la población anciana, generando no sólo efectos adversos derivados de la polimedicación, sino abandonos en los tratamientos realmente necesarios por la sobrecarga en el número de fármacos a administrar. A veces nos enmarañamos y complicamos intentando el más difícil todavía de los saltos, dejándonos en el camino otras muchas intervenciones que sin hacer ruido son capaces de dejar un rastro de mejoras clínicas superiores y menos tediosas. Es entonces –y solo entonces– cuando nos damos cuenta de que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. Bien lo saben nuestros mayores. Claro que los visitadores médicos no ofrecen hábitos de vida y soluciones sencillas, sino productos farmacéuticos. Ejem. REFERENCIAS
-Out M. et al. Long-term treatment with metformin in type 2 diabetes and methylmalonic acid: Post Hoc Analysis of a randomized controlled 4.3 year trial. J Diabetes Complications. 2018 Feb;32(2):171-178 -Sato Y. et al. Relationship between metformin use, vitamin B12 deficiency, hyperhomocysteinemia and vascular complications in patients with type 2 diabetes. Endocr J. 2013;60(12):1275-80 -Zhang Q. et al. Metformin Treatment and Homocysteine: A Systematic Review and Meta-Analysis of Randomized Controlled Trials. Nutrients. 2016 Dec 9;8(12). pii: E798. -Laird EJ et al. Voluntary fortification is ineffective to maintain the vitamin B12 and folate status of older Irish adults: evidence from the Irish Longitudinal Study on Ageing (TILDA) Br J Nutr. 2018 Jul;120(1):111-120 -Wong CW et al. Association of metformin use with vitamin B12 deficiency in the institutionalized elderly. Arch Gerontol Geriatr. 2018 Nov - Dec;79:57-62 -Kancherla V et al. Long-term Metformin Therapy and Monitoring for Vitamin B12 Deficiency Among Older Veterans. J Am Geriatr Soc. 2017 May;65(5):1061-1066. -Chapman LE. Et al. Association between metformin and vitamin B12 deficiency in patients with type 2 diabetes: A systematic review and meta-analysis. Diabetes Metab. 2016 Nov;42(5):316-327 -Liu Q. et al. Vitamin B12 status in metformin treated patients: systematic review. PLoS One. 2014 Jun 24;9(6):e100379 -Eussen SJ. et al. Oral cyanocobalamin supplementation in older people with vitamin B12 deficiency: a dose-finding trial. Arch Intern Med. 2005 May 23;165(10):1167-72. «A la vejez, poco dormir y mucho gruñir», reza socarronamente el dicho popular a fin de ilustrar la que es una realidad manifiesta en la tercera edad. A saber, la falta de sueño. Sin embargo, en esta vida moderna tan nuestra, cada vez es más común dicha deprivación del sueño entre jóvenes y adultos de media edad, ya sea por hábitos y costumbres de ocio como por horarios y turnos de trabajo nocturnos, además de otras muchas más causas ligadas al entretenimiento tecnológico. Claro que estos cambios y desórdenes en el puzle del sueño tienen implicaciones clínicas mucho más complejas y de calado que la simple pachorra mañanera fruto de la falta de horas de descanso. Una de ellas sería la estrecha relación entre la restricción del sueño y el aumento en la adiposidad y pérdida de masa magra. Y no sólo eso, sino que hablaríamos también de una resistencia incrementada a la pérdida de ese tejido adiposo aumentado. En agosto de este mismo año, veía la luz un interesante trabajo publicado en Science Advances rubricado por diversos investigadores de distintos países, desde Suecia a Alemania, pasando por China, bajo el liderazgo de Jonathan Cedernaes, del Departamento de Neurociencia de la Universidad de Uppsala, Suecia. En el mismo, 15 individuos sanos fueron monitoreados durante dos noches completas (desde las 22.30 hasta las 07.00), una de las veces manteniéndolos despiertos durante toda la noche y otra permitiéndoles dormir. La mañana después de cada intervención, los investigadores tomaron biopsias del tejido adiposo subcutáneo y músculo esquelético de los participantes, así como muestras de sangre. El objetivo de las mismas fue el de hallar cambios en la metilación del ADN, una de nuestras huellas epigenéticas más valiosas. Reseñar que cuando hablamos de epigenética, hacemos referencia al estudio de los elementos que regulan la expresión de nuestros genes sin alterar la secuencia de ADN; es decir, sin desbaratar el rosario de nucleótidos. Sería, por tanto, la chapa y pintura de nuestro ADN y, como tal, gozaría de un carácter reversible y modificable. Decir asimismo que dicho epigenoma se vería influenciado fundamentalmente por factores ambientales como la dieta, el estrés o, en este caso, el sueño. En el caso que nos ocupa, se pudo observar que la restricción de sueño aguda produjo un patrón específico de metilaciones en los genes reloj encargados de regular nuestro ritmo circadiano, así como cambios en el grado de metilación del ADN en genes relacionados con tejidos específicos como el adiposo y el músculo esquelético. Una huella genética que reflejaría un aumento en la capacidad para almacenar grasa durante la deprivación del sueño y un aumento en el catabolismo muscular nocturno, el cual alteraría por sí mismo la homeostasis de la glucosa y motivo por el cual los participantes evidenciaron una pérdida en la sensibilidad a la glucosa tras la restricción del sueño. Así las cosas, la restricción aguda –como sería un turno de noche en el trabajo– implicaría un cambio en la utilización de los distintos sustratos energéticos capaz de aumentar la oxidación no glucolítica e incrementando el catabolismo proteico del tejido muscular, favoreciendo así la hiperglucemia. Existiría, por tanto, una regulación negativa de las vías glucolíticas en el tejido esquelético, mientras que esta misma vía se hallaría sobre regulada en el tejido adiposo subcutáneo. Ello implicaría hipotéticamente que la restricción de sueño aguda podría inducir ciertas reprogramaciones vía metilación del ADN en nuestro tejido adiposo que facilitara un aumento en la adiposidad misma. De igual, los niveles de proteínas estructurales del músculo esquelético disminuirían en respuesta a esta misma reducción de sueño, en contraste con un aumento en las proteínas relacionadas con la adipogénesis en el tejido adiposo. Estos dos fenómenos explicarían por sí mismos gran parte o la totalidad de los fenotipos asociados a la restricción de sueño. A saber, ganancia de adiposidad y pérdida de masa magra. Así pues, dichos cambios epigenéticos socavarían la llamada memoria metabólica. Un patrón de metilaciones que han sido observados en otros trabajos con individuos obesos y con diabetes de tipo 2, por lo que hablaríamos de disrupciones metabólicas compartidas. Con todo, el presente trabajo no hace sino ahondar en algo que ya viene siendo un foco de investigación desde hace algunos años. Sabemos por trabajos tanto con humanos como con animales que la pérdida de sueño promueve una pérdida de masa muscular concomitante. En roedores, la deprivación de sueño posee un efecto catabólico que se asemeja a la malnutrición proteica. Por su parte, estudios metabolómicos han mostrado que la pérdida de sueño promueve un estado manifiesto de catabolismo en sangre y orina, de igual que trabajos de cohorte con adultos de mediana edad y ancianos han observado una asociación entre pocas horas de sueño y menor masa muscular. No en vano, 1-2 noches de deprivación del sueño lleva consigo una excreción de nitrógeno urinario durante 24 horas aumentada, lo que denota un catabolismo proteico endógeno. Una de las razones de estos cambios a nivel de composición corporal tendría que ver con diferentes patrones neuroendocrinos asociados a la restricción de sueño. Así, se ha podido observar que pérdidas de sueño agudas aumentan los niveles de cortisol, una hormona eminentemente catabólica. Para añadir pólvora al fuego, sabemos que esta restricción de sueño produce asimismo una reducción en los niveles de testosterona, al tiempo que se abole la liberación de hormona de crecimiento durante la noche, la cual tendría lugar en la tercera fase del sueño sin movimientos oculares rápidos (NMOR) o sueño de ondas lentas. Con todo, esta desincronización circadiana a través de la restricción del sueño tendría importantes connotaciones no sólo a nivel de composición corporal, sino también en cuanto al uso de los distintos sustratos energéticos. En 2010, Nedeltcheva et al., de la Universidad de Chicago, llevó a cabo el primer trabajo a fondo sobre el asunto, realizando un ensayo en el que 10 individuos con sobrepeso fueron sometidos durante 14 días a una restricción calórica en condiciones controladas con una oportunidad de sueño de 5.5 o 8.5 horas, según el grupo de intervención. Aquellos que durmieron 5.5 horas o menos perdieron un 55% menos de grasa que aquellos que durmieron hasta 8.5 horas (0.6 kg vs 1.4 kg), al tiempo que aumentaron la pérdida de masa muscular en un 60% (2.4 kg vs 1.5 kg). Asimismo, el déficit de energía durante las 5.5 horas de descanso en la cama fue de 550 kcal/d, en comparación con los 920 kcal/d durante las 8.5 horas de descanso. Por tanto, conocemos que la falta de sueño puede modificar las respuestas neuroendocrinas asociadas a la ingesta de alimentos y sus efectos metabólicos derivados. En el trabajo de Nedeltcheva, aquellos que dormían menos horas tenían más hambre, mayor circulación de grelina –hormona orexigénica– y menores niveles de leptina –hormona anorexigénica– sometidos a una restricción de 20 kcal/kg/día, pero no así al hallarse en balance positivo. Subrayar que estos niveles aumentados de grelina durante la restricción de sueño reducen el gasto energético, estimula la sensación de hambre e ingesta de alimentos, promueve la retención de grasa y aumenta la producción de glucosa a nivel hepático para garantizar la disponibilidad de combustible a los tejidos dependientes de glucosa. Sabemos que la pérdida de reservas energéticas por medio de cambios en la composición corporal se ve acompañada de compensaciones metabólicas, neuroendocrinas y conductuales a fin de contener la reducción en la tasa metabólica en reposo. Es decir, hablaríamos mecanismos de supervivencia sujetos a nuestra propia evolución. En este caso concreto, la tasa metabólica en reposo fue menor en el grupo de 5.5 horas vs 8.5, por lo que se produjo dicha adaptación metabólica. Por tanto, la compensación metabólica mejorada en forma de aumento del hambre y el gasto energético reducido observados en respuesta a la restricción combinada de calorías y sueño podría alterar la adherencia a una dieta de menor energía y promover además una recuperación del peso toda vez suspendida. Al respecto de estas idas y venidas en el uso de los distintos sustratos energéticos y aumento o reducción de la tasa metabólica, trabajos en los que se lleva a cabo la eliminación del gen BMAL1, el cual se halla implicado en la regulación de los ritmos circadianos manteniendo un diálogo constante con el CLOCK, aquel otro que afecta a la persistencia y duración de estos ritmos, logran igualmente una alteración en la utilización de los sustratos energéticos en ratones, algo que también observamos en humanos por medio de la desincronización circadiana, disminuyendo además la tasa metabólica basal. Como curiosidad al respecto del gen BMAL1, decir que una disrupción en el mismo se ha observado en trabajos de laboratorio que aumenta la capacidad de replicación de los virus de la gripe y el herpes. Dicho de otro modo, las células arrítmicas desde el punto de vista circadiano serían más fácilmente asediadas por estos virus, de modo que estas disrupciones en BMAL1 favorecerían la replicación de los mismos, como ocurriría frente a la deprivación de sueño. Tan es así, que se ha observado cómo en personas mayores de 65 años, el momento de vacunación para la gripe –mañana o tarde– es un determinante en la respuesta a la inmunización sistémica. Así las cosas, como resumen, podríamos subrayar el modo en que la disrupción recurrente del sueño y el ritmo circadiano facilitaría el desarrollo y mantenimiento de la obesidad mediante reprogramaciones en el ADN por medio de metilaciones y otras modificaciones epigenéticas en el tejido adiposo a favor de la adipogénesis y lipogénesis, así como una pérdida de masa muscular paralela. Es decir, la deprivación del sueño produciría una auténtica poda epigenética, un basto trabajo de jardinería que acabaría con los simétricos y floridos parterres de nuestro reloj interno para levantar en su lugar un abigarrado campo de hojarasca seca vía reprogramaciones epigenéticas capaces de gatillar según qué fenotipos clínicamente relevantes. La cronobiología aún tiene mucho que decir. Mientras tanto, incidamos en que el contar ovejitas sirve para algo más que pasar la mona. REFERENCIAS:
-Cedernaes et al. Acute sleep loss results in tissue-specific alterations in genome-wide DNA methylation state and metabolic fuel utilization in humans Sci. Adv. 2018;4:eaar8590 -AV Nedeltcheva el al. Insufficient sleep undermines dietary efforts to reduce adiposityAnn Intern Med. 2010 October 5; 153(7): 435–441 -R Edgar et al. Cell autonomous regulation of herpes and influenza virus infection by the circadian clock. Proc Natl Acad Sci U S A. 2016 Sep 6;113(36):10085-90 Hace tan sólo unos días veíamos publicada en The Lancet una minuciosa revisión sobre uno de los grandes problemas de la civilización actual y que tanto preocupa en el arriscado campo de la Salud Pública bajo la firma de Norbert S. et al. Hablamos del Hígado Graso No Alcohólico (NAFLD), una entidad clínica que avanza en nuestros días como si de una manada de bisontes americanos se tratara. Y es que la prevalencia del NAFLD crece ferozmente alrededor del mundo, de toda suerte que se estima que el 25% de la población se hallaría afectada por dicha enfermedad, mientras que en el caso de los niños hablaríamos del 3-10% en no obesos y un 34% en obesos en los países desarrollados. Un crecimiento que nos llega de la mano del mismo aumento en otras patologías no transmisibles como la diabetes tipo 2, enfermedad cardiovascular, obesidad, cáncer asociado a diabetes tipo 2 y enfermedades del hígado como cirrosis hepática y cáncer hepático. Todo un rosario de patologías sobre las que pesa sobremanera los estilos y hábitos de vida actuales, principalmente la dieta. Así las cosas, el NAFLD podría ser categorizado histológicamente en hígado graso no alcohólico propiamente dicho, el cual se define como la presencia de al menos un 5% de esteatosis hepática sin evidencia de daño hepatocelular; mientras que el NASH o esteatohepatitis no alcohólica exigiría la presencia de al menos un 5% de esteatosis hepática e inflamación, con presencia de lesiones en los hepatocitos, con o sin fibrosis. Huelga señalar que la enfermedad cardiovascular es la principal causa de muerte en las personas con NAFLD, del mismo modo que estos sujetos con NAFLD tienen más probabilidades de desarrollar diabetes de tipo 2 y las personas con diabetes de tipo 2 ser más propensas a desarrollar NAFLD. De hecho, se estima que el 70% de las personas con diabetes de tipo 2 tiene NAFLD, trenzándose y retroalimentándose ambas patologías en una espiral que no acaba. Tan es así, que la propia diabetes representa un factor de riesgo para la progresión de NAFLD hacia NASH, cirrosis y mortalidad, motivo por el cual la esteatohepatitis no alcohólica o NASH está siendo considerada una nueva complicación de la diabetes de tipo 2, de modo que probablemente en un futuro no muy lejano sea rastreada del mismo modo en que se hace en relación a la nefropatía diabética y la retinopatía diabética. Un asunto desde luego nada baladí, habida cuenta del aumento en el riesgo de fibrosis hepática, carcinoma hepatocelular y mortalidad derivados del NASH. En cuanto al NAFLD como factor de riesgo independiente para la diabetes de tipo 2, existen trabajos al respecto que muestran cómo estos sujetos tendrían 5.5 veces más probabilidades de debutar en la enfermedad diabética. Del mismo modo, reseñar lo que varios autores señalan en cuanto a la relación entre la acumulación de grasa hepática y resistencia a la insulina, de tal suerte que cada una de ellas agravaría a la otra recíprocamente; es decir, ambas cabalgarían a toda brida por un complejo circuito bidireccional de cruces y puntos de encuentro, tal como revisan exhaustivamente los italianos Luca Valenti et al., del Instituto Nacional del Cáncer italiano en un trabajo para Liver International bajo el nombre de Nonalcoholic fatty liver disease: cause or consequence of type 2 diabetes? En lo que concierne a los estilos y hábitos de vida antes mencionados, sabemos que la sobrenutrición y el sedentarismo muy a menudo derivan en obesidad y esteatohepatitis, del mismo modo que un incremento en la ingesta de glucosa y fructosa puede inducir una lipogénesis hepática de novo concomitante, inflamación subclínica en el tejido adiposo, así como resistencia a la insulina en tejido adiposo, hígado y músculo esquelético. Por otro lado, hallaríamos igualmente un incremento en la liberación de citoquinas proinflamatorias y una desregulación en la secreción de adipoquinas desde el tejido adiposo capaces de contribuir al proceso de almacenamiento de lípidos en el hígado. Otros elementos contribuidores en el desarrollo de NAFLD serían las ceramidas y productos derivados de una disbiosis intestinal inducida por unos hábitos dietéticos pobres, tales como los lipopolisacáridos (LPS) o endotoxinas de las bacterias gram negativas que pueblan ese submundo de pasillos subterráneos que es nuestro colon. De hecho, un aumento en la permeabilidad intestinal en presencia de disbiosis podría permitir la inflamación del tejido adiposo, esteatosis hepática e inflamación hepática. Cabe también darle su espacio e importancia al propio envejecimiento y determinados cambios tanto hereditarios como adquiridos de naturaleza genética y epigenética, los cuales tendrían su propio efecto acumulativo en el propio fenotipo de envejecimiento desarrollado por el sujeto. Así pues, el declinar en la masa muscular y el deterioro funcional asociado al envejecimiento influiría en el devenir de muchas de las enfermedades crónicas no transmisibles como el NAFLD. Sabemos que la disminución en los niveles de hormonas sexuales y expresión de receptores para éstas tanto en hombres como en mujeres no solo resulta en una redistribución del tejido adiposo desde la parte inferior del cuerpo hacia la parte superior y desde los depósitos adiposos subcutáneos hacia los viscerales, sino que además supone un incremento del almacenamiento ectópico de lípidos en el hígado Volviendo a la relación entre patrones dietéticos y NAFLD, sabemos que la misma malnutrición por exceso que juega un rol tan importante en el desarrollo de la obesidad y otras comorbilidades asociadas es la que también cumple idéntico papel en la aparición del NAFLD como factor de riesgo asociado. Tan es así, que la ganancia por sí misma de 3-5 kg puede predecir el desarrollo del NAFLD, al margen del IMC de base. Pero no hablaríamos tanto del cuánto comemos sino del qué y el cuándo. Sabemos que los niños americanos consumen el 25% de sus calorías como snacks; es decir, fuera de las comidas principales del día. Al respecto, un ensayo clínico publicado en 2014 en Hepatology estudió el asunto, de modo que 36 adultos sanos fueron aleatorizados en un grupo con un patrón de consumo hipercalórico en un 40% por 6 semanas u otro eucalórico de control a fin de medir su influencia en los niveles de triglicéridos intrahepáticos. El grupo de sobreconsumo calórico ingirió el exceso bien mediante ingestas mayores de grasas + azúcar o solamente azúcar, consumidos con o entre las tres comidas principales del día, de toda suerte que dicho sobreconsumo viniera dado por un aumento en el tamaño de las comidas o bien por un aumento en el número de las mismas. Los patrones hipercalóricos dieron un aumento en el IMC, pero fue el incremento en el número de comidas el que produjo un mayor aumento en la infiltración de grasa intrahepática (46% en el grupo grasas + azúcares vs 110% grupo azúcar), algo que no se observó en el grupo de aumento de las raciones. Con estos mimbres, los autores del trabajo, investigadores del Departamento de Endocrinología y Metabolismo del Centro Académico de Medicina de Ámsterdam, sugirieron en sus conclusiones finales que el fenómeno de ‘snacking’, tan común en el contexto de la dieta occidental, sería un contribuidor independiente de la esteatosis hepática y la obesidad. Por otro lado, existe evidencia al respecto de cómo una reducción en el consumo de alimentos procesados y ricos en fructosa producen un descenso en los productos de glucosilación avanzada (AGEs), los cuales se hallan relacionados con la propia etiología de la diabetes y otras alteraciones metabólicas. Sabemos que estos productos de glucosilación avanzada se hallan elevados en pacientes con esteatohepatitis no alcohólica o NASH, en comparación con los sujetos con esteatosis simple y los controles sanos, hallándose asimismo correlacionado positivamente con el fenómeno de resistencia a la insulina y negativamente con los niveles de adiponectina. Hacer notar que los refrescos de cola, con su colorante caramelo, son ricos en estas glicotoxinas, las cuales según ciertos trabajos aumentarían la resistencia a la insulina, inflamación, al tiempo que exacerbarían la lesión hepática, esteatohepatitis y fibrosis hepática. Claro que si hay una mano negra tras estos niveles elevados de AGEs, ésta sería el elevado consumo de azúcares añadidos en la dieta occidental, muchas de las veces ocultos. De este modo, existe suficiente evidencia respecto a la asociación entre consumo de azúcar y NAFLD, considerando a estos azúcares añadidos los hallados como sacarosa o fructosa, entre otros, a las bebidas azucaradas o refrescos, zumos de frutas industriales y otras bebidas, así como a ciertos alimentos que ya conocemos sobradamente, p.ej. todo lo encontrado en los stands de desayunos y meriendas de nuestros supermercados. Sabemos que un patrón dietético con un elevado consumo de fructosa y glucosa produce un aumento en los niveles de síntesis intrahepática de triglicéridos. En lo que a la fructosa se refiere, su consumo elevado se asocia con alteraciones en la microbiota intestinal, aumentando la permeabilidad intestinal, favoreciendo el fenómeno de endotoxemia, producción de TNF o Factor de Necrosis Tumoral a nivel hepático, peroxidación lipídica y esteatosis. Además, la fructosa promueve la producción de ácido úrico, el cual causa estrés oxidativo y resistencia a la insulina. Una ingesta elevada que vendría de la mano de un consumo alto de bebidas o refrescos azucarados, los cuales se hallarían asociados a una mayor infiltración de grasa intrahepática. Un análisis del famoso Estudio de Framingham observó una asociación directa dosis-respuesta entre el consumo de refrescos e hígado graso, con un aumento del riesgo de NAFLD del 61% en consumidores de bebidas azucaradas frente a los no consumidores. En 2012, un equipo de Dinamarca liderado por María Maerks estudió 47 sujetos obesos, los cuales fueron asignados aleatoriamente a cuatro grupos diferentes durante seis meses con diferentes patrones de ingesta: uno de ellos ingirió un litro diario de Coca Cola normal; otro, un litro de leche desnatada; el tercer grupo, un litro de Coca Cola diet; y un último grupo, un litro de agua. En relación a los otros tres grupos, los individuos del grupo de Coca Cola mostraron un aumento relativo desde el inicio hasta los seis meses de la intervención de un 132-143% más en los niveles de grasa hepática; 117-221% en la grasa muscular; 24-31% en la visceral; y un 32% en los triglicéridos totales. Reseñar que, pese a lo aparentemente superlativo de la ingesta diaria de un litro de Coca Cola, considerar que la ingesta de la misma en los Estados Unidos en jóvenes de 12-29 años es del orden de 1.8 L diarios y 0.5 L entre los individuos de todas las edades, por lo que dicha ingesta refleja un patrón de consumo occidental totalmente factible. Claro que existirían otros determinantes y ayudas terapéuticas en relación al patrón dietético. Hace un mes, un estudio de M Drummen et al., del Departamento de Nutrición y Ciencias del Movimiento de la Universidad Médica de Maastricht, siguió a 25 individuos obesos durante dos años, los cuales llevaron a cabo una primera fase de pérdida de peso (8% del peso inicial) y una fase posterior de mantenimiento, en la cual tuvieron una ingesta más elevada de proteínas que acabó por producir una reducción en los niveles de grasa hepática y visceral. Una grasa hepática que se halló relacionada positivamente con un aumento en el índice HOMA-IR de resistencia a la insulina e inversamente relacionada con el Índice de Matsuda de Sensibilidad a la Insulina (ISI), independientemente del IMC. Unas observaciones acordes a lo ya visto tanto en individuos sanos como obesos y diabéticos de tipo 2, según las cuales la suplementación proteica induciría una reducción concomitante en los niveles de grasa intrahepática. Tan es así, que en el trabajo de Drummen et al., el número de participantes con NAFLD pasó de 15 a 7 después de los dos años de intervención. Los elementos fisiológicos involucrados en esta interrelación entre grasa hepática y resistencia a la insulina serían una merma en las vías de señalización de la insulina fruto de la acumulación de grasa intrahepática y el efecto inhibitorio de la insulina sobre la gluconeogénesis, estimulando la síntesis de glucógeno. Además, la resistencia a la insulina en el tejido adiposo incrementaría la lipolisis, aumentando la circulación de ácidos grasos no esterificados tomados por el hígado. La estrecha relación entre grasa hepática e hiperinsulinemia además vendría dada por una reducción en el aclaramiento hepático de la insulina. Nos hallaríamos así sumidos en un círculo vicioso al arrimo del cual la alta concentración de lípidos intrahepáticos inhibiría la propia acción de la insulina en el hígado, propiciando un aumento en el nivel portal de insulina e incremento intrahepático de lípidos. Un nudo gordiano que podría verse desgajado por la propia actividad física, de tal manera que ésta induciría una mejora en el control de la glucosa y oxidación de lípidos a través del aumento en la expresión de los transportadores de glucosa GLUT-4 en el músculo estriado, expresión y actividad de la enzima glucógeno sintasa, receptores de insulina y almacenamiento de glucógeno en hígado y músculo esquelético. En lo que se refiere al estilo de vida sedentario, cada vez tenemos más pruebas y evidencia científica al respecto de cómo este estilo pausado y sedentario puede facilitar el desarrollo del NAFLD. De hecho, un trabajo de 2016 publicado en el British Medical Journal halló una asociación positiva entre el tiempo sentado (>7.1 horas al día) y una mayor prevalencia de NAFLD. No obstante, ateniéndonos a la actividad física como instrumento de prevención y tratamiento en el NAFLD, sabemos que tanto el ejercicio aeróbico como el de fuerza logra notables mejoras en la reducción del volumen de infiltración de grasa hepática, independientemente de la pérdida de peso corporal. La primera evidencia de que la práctica regular de ejercicio aeróbico reducía per se la cantidad de lípidos hepáticos en sujetos obesos vino de la mano de un trabajo de intervención durante cuatro semanas en el que los sujetos obesos y sedentarios sometidos a un protocolo de entrenamiento aeróbico tuvieron reducciones significativas de grasa visceral, triglicéridos hepáticos y ácidos grasos libres, aun sin cambios significativos en la pérdida de peso. Unos resultados también observados cuando de ejercicio de fuerza hablamos. Hallsworth et al. demostraron que el ejercicio de fuerza tres veces por semana durante ocho semanas fue efectivo en la reducción de lípidos intrahepáticos en sujetos con NAFLD. Tres años después, en 2015, el mismo autor publicaba un nuevo trabajo en relación al NAFLD y el ejercicio físico, en este caso mediante ejercicio interválico de alta intensidad con cicloergómetro 3 veces por semana durante 12 semanas. Los sujetos del grupo de cicloergómetro lograron una reducción en la infiltración de triglicéridos intrahepáticos del 27%, con una pérdida de masa grasa corporal de 1.8 kg, además de mejoras en la función diastólica y reducción en los niveles de transaminasas. Otro trabajo realizado en Italia en 2013 comparó el ejercicio aeróbico y el ejercicio de fuerza en sujetos diabéticos con NAFLD durante 16 semanas. El ejercicio aeróbico consistió en 60 minutos, 3 días a la semana con actividad a intensidad moderada-vigorosa, mientras que el grupo de fuerza trabajó 60 minutos, 3 días a la semana realizando 3 series de 10 repeticiones al 70-80% del VO2 max. Al finalizar el estudio, los investigadores concluyeron que el ejercicio de fuerza fue tan efectivo como el clásico aeróbico en la reducción de la infiltración de grasa intrahepática (32% aeróbico vs 25.9% fuerza), con mejoras en la hemoglobina glicosilada, HDL, triglicéridos y sensibilidad a la insulina. Un tipo de actividad física –fuerza– que cumple además con el añadido de mejorar los niveles de masa muscular, fuerza y sensibilidad a la insulina en este grupo, junto con una mayor adherencia tanto en jóvenes como en adultos maduros. Del mismo modo, sabemos que el ejercicio de fuerza parece tener un efecto beneficioso en NAFLD mejorando los niveles circulantes de ácidos grasos libres y captación de glucosa, reduciendo así el impacto de la lipogénesis de novo mediada por la insulina. Debemos tener en cuenta que en individuos sanos normoglucémicos, la lipogénesis hepática de novo contribuye aproximadamente en un 5% en ayunas y 18-23% en el estado postprandial a los niveles de lípidos intrahepáticos, mientras que esta lipogénesis de novo se hallaría incrementada de un modo constante en el NAFLD, contribuyendo aproximadamente en un 26% a la mencionada infiltración de grasa intrahepática, independientemente del estado de alimentación. Otra de las vías por las cuales la actividad física sería beneficiosa en el tratamiento del NAFLD sería la propia atenuación del estado inflamatorio, en gran parte gracias al efecto endocrino y paracrino de las mioquinas (citoquinas y otros péptidos producidos y liberados por las fibras musculares) en respuesta a la contracción muscular. A la hora de determinar qué actividad física realizar y a qué intensidad y duración, podríamos reseñar los tres puntos descritos en un trabajo de 2016 publicado en el Journal of Diabetes Research por Claudia P. Oliveira et al.: 1) 20-60 minutos o más de ejercicio aeróbico a intensidad moderada (45-70% del VO2 max) al menos cinco días a la semana e implicando grandes grupos musculares. 2) Ejercicio de fuerza a intensidad moderada-alta tres veces por semana. 3) A fin de lograr beneficios indirectos asociados a la pérdida de peso, realizar más de 250 minutos de actividad física a la semana. No obstante, hemos de ser conscientes que este cumplimiento en sujetos con NAFLD puede ser menor al previsto habida cuenta que existen pruebas de que en ellos la fatiga se halla acentuada con la realización del ejercicio, hallándose además asociada a mayor inactividad y somnolencia diurna, por lo que es de vital importancia incorporar un patrón de actividad física que genere mayor adherencia y requiera una menor demanda de tiempo y esfuerzo para idénticos resultados, algo que cumple sobradamente el ejercicio de fuerza. Una fatiga, por cierto, similar a la observada en pacientes con cirrosis biliar primaria y la cual se hallaría ligada a una menor funcionalidad física. Por todo ello, la elección del tipo de ejercicio físico deberá estar basada en las preferencias y capacidades del paciente a fin de ser mantenidas a largo plazo. Y siempre considerando el beneficio añadido que nos brindará en cuanto a la reducción de peso corporal, pese a que esta actividad física reduzca los niveles de grasa intrahepática per se. Recalcar asimismo que pérdidas de peso del 4-14% logran reducciones en los niveles de infiltración de triglicéridos intrahepáticos del 35-81%. La importancia de la pérdida de peso se destaca en personas con NASH, donde la pérdida de peso >7% se asocia con una regresión clínicamente significativa de la enfermedad. No obstante, hemos de ser conscientes de que los sujetos con NAFLD tienen una menor preparación y motivación para la adopción en los cambios de hábitos de vida, dos elementos mollares en lo que a adherencia se refiere en el fenómeno de pérdida ponderal, teniendo en cuenta la dificultad existente a la hora de mantener en el largo plazo la pérdida de peso lograda en el corto y medio plazo, tal y como recoge abundante literatura al respecto. Ha sido repetidamente demostrado que la pérdida de peso lograda con la dieta es más alta a los 6 meses de seguimiento y, posteriormente, se produce una paulatina recuperación de peso que hace que se logre solamente de 3 a 4 kg de reducción de peso a los 2 años de seguimiento. Sin embargo, incluso existiendo recuperación de peso después de la intervención dietética, permanecería el efecto beneficioso a largo plazo sobre la grasa del hígado y la resistencia a la insulina, quizás porque la propia intervención lograra ciertos cambios en el estilo de vida sostenibles en el tiempo. Por su parte, en el trabajo de Vilar-Gómez et al., sólo el 10% de los pacientes (29/293) logró una pérdida de peso del 10%, mientras más del 70% de la cohorte (208/293) no consiguió perder el 5% de su peso corporal. En los pacientes con resolución en la esteatohepatitis no alcohólica o NASH, el determinante más clave fue mantener al paciente lejos de la recuperación del peso, como a bien tiene reseñar el catedrático de la Universidad de Sevilla Romero-Gómez en Journal of Hepatology con una brillante revisión: Treatment of NAFLD with diet, physical activity and exercise. En el mismo, pone el foco sobre uno de las conclusiones del controvertido Look AHEAD, un trabajo prospectivo sobre el que siguieron a 5145 individuos obesos con diabetes de tipo 2 durante 9.6 años y en el que la intervención en los hábitos de vida a largo plazo produjo una pérdida de peso igual o mayor al 5% en el 50% de los participantes. En cuanto al diagnóstico del NAFLD, sabemos que de poco o nada sirve el estudio de las enzimas hepáticas. Existe literatura al respecto de cómo concentraciones plasmáticas de hasta dos veces el límite superior del rango normal de alanina aminotransferasa o ALT (>70 U/L) predice la esteatohepatitis no alcohólica con una sensibilidad del 50% y una especificidad del 61%, tal y como se sustrae del trabajo de Younossi ZM et al. publicado en 2017 en Hepatology, el mismo autor que en 2016 reportó en un metaanálisis global una prevalencia de NASH del 59% en pacientes con NAFLD. Es por ello que, dado que la mayoría de sujetos con NAFLD muestran niveles normales de aminotransferasas hepáticas, podamos hablar de una patología altamente subdiagnosticada. Por otro lado, considerando que la fase de fibrosis en la que se halle el sujeto es el mayor determinante de muerte por enfermedad hepática y cardiovascular en NAFLD, se hace necesaria la creación de escalas de puntuación no invasivas basadas en parámetros clínicos como edad, IMC, recuento plaquetario, transaminasas, glucosa en ayunas alterada o diabetes. Entre las escalas de puntaje, el NAFLD fibrosis score (NFS) y el fibrosis-4 (FIB-4) index tienen una mayor sensibilidad y especificidad para el diagnóstico de fibrosis avanzada (fibrosis en fase F3-F4) con un valor predictivo positivo del 80% y un valor predictivo negativo del 90%. Así las cosas, la sociedad actual se topa con otro molesto chino en el zapato que nos persigue, se nos adhiere y, en definitiva, se suma al carro de las enfermedades no transmisibles que asedian a las sociedades occidentales. Unas patologías que crecen como los hongos después de la lluvia al arrimo y al abrigo de unos hábitos de vida mal adquiridos y fácilmente revertibles, como lo son el sedentarismo y los patrones de consumo alimentario modernos. O, tal y como señala Romero en el trabajo referenciado, lo que viene a ser el fenotipo del triple hit conductual: sedentarismo, baja actividad física y dieta pobre. El mismo que propone poner los pies contra la pared desde el ámbito clínico a la hora de advertir a los pacientes sobre los riesgos del NAFLD mediante el modelo de las 5As: ask, advise, asesses, assist and arrange. Y es que sólo desde una perspectiva de corresponsabilidad clínicos-pacientes y el ahondamiento en el empoderamiento de estos últimos podrá progresarse en un terreno que comienza a convertirse en un auténtico pantanal fangoso. Todo lo demás no será sino ahuyentar tábanos a sombrerazos. REFERENCIAS:
-Valenti, L et al. Nonalcoholic fatty liver disease: cause or consequence of type 2 diabetes? Liver International, 36(11), 1563–1579. -N. A. Johnson et al. Aerobic exercise training reduces hepatic and visceral lipids in obese individuals without weight loss,” Hepatology, vol. 50, no. 4, pp.1105–1112, 2009. -Thoma C, Day CP, Trenell MI. Lifestyle interventions for the treatment of non-alcoholic fatty liver disease in adults: a systematic review. J Hepatol 2012; 56: 255-266 -Hallsworth K et al. Modified high-intensity interval training reduces liver fat and improves cardiac function in non-alcoholic fatty liver disease: a randomized controlled trial. Clin Sci (Lond) 2015;129: 1097-1105 -Hallsworth K et al. Resistance exercise reduces liver fat and its mediators in non-alcoholic fatty liver disease independent of weight loss. Gut 2011; 60: 1278-1283 -Bacchi E et al. Both resistance training and aerobic training reduce hepatic fat content in type 2 diabetic subjects with nonalcoholic fatty liver disease (the RAED2 Randomized Trial). Hepatology 2013; 58: 1287-1295 -Oliveira CP. et al. Nutrition and Physical Activity in Nonalcoholic Fatty Liver Disease. J Diabetes Res. 2016;2016:4597246. -Haufe S et al. Longlasting improvements in liver fat and metabolism despite body weight regain after dietary weight loss. Diabetes Care 2013;36:3786-3792 -Romero-Gómez et al. Treatment of NAFLD with diet, physical activity and exercise. J Hepatol. 2017 Oct;67(4):829-846 -Koopman KE. et al, Hypercaloric diets with increased meal frequency, but not meal size, increase intrahepatic triglycerides: a randomized controlled trial. Hepatology. 2014 Aug;60(2):545-53. -Golabi P. et al. Effectiveness of exercise in hepatic fat mobilization in nonalcoholic fatty liver disease: Systematic review. World J Gastroenterol 2016 July 21; 22(27): 6318-6327 -Zelber-Zagi S. et al. Nutrition and physical activity in NAFLD: An overview of the epidemiological evidence. World J Gastroenterol 2011 August 7; 17(29): 3377-3389 -JL Newton et al. Fatigue in non-alcoholic fatty liver disease (NAFLD) is significant and associates with inactivity and excessive daytime sleepiness but not with liver disease severity or insulin resistance. Gut 2008;57:807–813 -Mathijs Drummen et al. Long-term effects of increased protein intake after weight loss on intrahepatic lipid content and implications for insulin sensitivity - a PREVIEW study. Am J Physiol Endocrinol Metab. 2018 Aug 7. -M Maersk et al. Sucrose-sweetened beverages increase fat storage in the liver, muscle, and visceral fat depot: a 6-mo randomized intervention study. Am J Clin Nutr 2012;95:283–9. -Norbert S. et al. Non-alcoholic fatty liver disease: causes, diagnosis, cardiometabolic consequences, and treatment strategies. Lancet Diabetes Endocrinol 2018 -Younossi ZM. et al. Global Epidemiology of Nonalcoholic Fatty Liver Disease—Meta-Analytic Assessment of Prevalence, Incidence, and Outcomes. Hepatology. 2016 Jul;64(1):73-84 Cuando nos movemos por los arrozales de la alimentación, el término fast nos evoca a la comida rápida o basura. Sin embargo, FAST es también el acrónimo de The Food and Addiction Science and Treatment de la Universidad de Michigan, un laboratorio a años luz de aquellos otros espacios alabastrinos y asépticos donde se suele cocer la buena y mala ciencia que conocemos. En este caso, se trata de un restaurante simulado de comida rápida con sus paredes de colores vivos, mostrador, camareras y menús impresos. Y es aquí donde realizan gran parte de su trabajo las buenas de Ashley Gearhardt y Erica M. Schulte. Dos nombres que poco o nada nos dirían si no fuera porque son dos de las investigadoras más importantes de todo el planeta en cuanto al estudio de las conductas adictivas relacionadas con la comida. De hecho, Ashley Gearhardt es la partera misma de la reconocida Yale Food Addiction Scale (YFAS), herramienta psicométrica destinada a evaluar la posible adicción a la comida y que en 2016 fue optimizada para dar la YFAS 2.0 y su modelo abreviado mYFAS, en base a los criterios del DSM-V (Manual Estadístico y Diagnóstico de los Trastornos Mentales, de la Asociación Americana de Psiquiatría). Así las cosas, la adicción a la comida se caracterizaría por la presencia de síntomas como la pérdida de control sobre la ingesta, consumo continuado a pesar de las consecuencias negativas de la misma e incapacidad de cesar a pesar del deseo de hacerlo (evoquemos ese «cuando haces pop, ya no hay stop» de Pringles). Por tanto, tal y como ocurre en otros trastornos de uso de sustancias, existiría una impulsividad y reactividad emocional incrementadas. Estudios con herramientas de neuroimagen han mostrado las similitudes biológicas existentes en cuanto a disfuncionalidad en los sistemas de recompensa entre individuos adictos a la comida y los dependientes de otras drogas de abuso. De este modo, los sujetos susceptibles de sufrir adicción a la comida exhiben una activación aumentada de regiones del cerebro relacionadas con la gratificación, como lo son el núcleo estriado y la corteza orbitofrontal medial. Pero, ¿qué es lo que determina que aflore ese deseo irrefrenable por ingerir según qué alimentos? Sabemos que las sustancias adictivas rara vez se encuentran en su estado y forma natural en el momento de su consumo. A saber, las amapolas son procesadas para producir opio; las uvas para dar vino; la cebada, cerveza; las hojas de coca, cocaína. Y así podríamos continuar ejemplo tras ejemplo. Un fenómeno similar ocurre en relación a los alimentos. Es decir, tenemos frutas con un alto contenido en azúcares o frutos secos con grandes cantidades de grasas intrínsecas. Sin embargo, en su estado natural, rara vez encontramos alimentos en los cuales se hallen ambos y en cantidades elevadas, algo que sí vemos por el contrario en multitud de alimentos procesados. Por tanto, tal y como ocurriría con otras drogas de abuso, podría ocurrir que el procesamiento de los alimentos desencadenara unas respuestas biológicas y conductuales adictivas asociadas a esos niveles de gratificación y recompensa tan elevados. O, dicho con otras palabras, podrían secuestrar nuestros circuitos neuronales en el modo y forma que lo hacen otras sustancias de abuso como el alcohol, tabaco, etc. Y es que, como a bien tienen subrayar Schulte y Gearhardt en un maravilloso trabajo publicado en PLOS ONE, del mismo modo que para los anglosajones el término droga puede referir a un compuesto psicoactivo como la cocaína o un fármaco como la aspirina, los alimentos presentan también todo un espectro de posibilidades, de modo que no es lo mismo un alimento tal y como lo encontramos en su estado natural (p.ej. una manzana) que aquel otro al que se le añaden ingentes cantidades de carbohidratos refinados (p.ej. una tarta de manzana). Hablaríamos por tanto de un aumento en la potencia o dosis concentrada de un agente adictivo capaz de incrementar el potencial abusivo de una sustancia. Así pues, sabemos que el agua posee un potencial de abuso pequeño o nulo, mientras que la cerveza (5% alcohol) sería más susceptible de desencadenar un consumo abusivo. Sin embargo, un destilado con un contenido en alcohol aún más elevado (p.ej. whisky, 40%) podría propiciar con mayor facilidad aún si cabe un consumo problemático. Es decir, nos encontraríamos con una mayor dosis del agente activo por servicio. Una dosis incrementada y, por tanto, potencia, que hallamos en los alimentos procesados cuando de carbohidratos refinados hablamos (p.ej. sacarosa o harinas refinadas). Pero no se trataría solamente de la dosis, sino también de la velocidad a la que es absorbido el agente adictivo. Existe literatura al respecto del escaso potencial adictivo de masticar hojas de coca. Sin embargo, todos sabemos los riesgos que entraña el esnifar la cocaína purificada que de esa misma coca sale, en gran medida asociado a la velocidad a la que el agente activo es liberado dentro del sistema. Un fenómeno que vemos de igual cuando comparamos los picos de glucosa alcanzados con el consumo de fruta (baja carga glucémica) en relación a aquellos otros logrados tras la ingesta de una Coca Cola (alta carga glucémica), por caso. Y es que esta carga glucémica refleja no solo la cantidad de carbohidrato presente en un alimento, sino también la velocidad a la que es absorbido e incorporado al sistema. Tal y como ocurre con otras sustancias adictivas, la concentración del agente adictivo y su velocidad de absorción aumentan el potencial adictivo del mismo. Del mismo modo, estudios han revelado que alimentos con una elevada carga glucémica son capaces de activar los circuitos neurales de recompensa (p.ej. núcleo estriado) de un modo similar al que lo hacen otras sustancias adictivas, aumentando el deseo por ellos. Volviendo a los trabajos de nuestras dos chicas, sabemos que la carga glucémica es un predictor mayor de comportamientos asociados al consumo adictivo que el azúcar o los carbohidratos totales presentes en un alimento determinado. Es decir, no sería tanto la cantidad de carbohidratos refinados presente como sí la velocidad a la que son absorbidos por el sistema. Algo que podemos ilustrar con uno de los alimentos más aireados popularmente como adictivos: el chocolate. ¡Cuántas veces escuchamos a alguien decir que necesita chocolate! ¿Estamos seguros de que lo que anhela realmente es el chocolate en sí? De ser así, ¿desearía una tableta Lindt 99% cacao? Improbable. ¿Y una tableta Nestlé de Chocolate azucarado con leche y almendras? Eso ya pinta diferente. Como nota, reseñar que en este caso concreto, el ingrediente más abundante en la tableta es el azúcar, con casi el 50% del mismo, lo cual cambia no poco el asunto. Alimento procesado, carga glucémica, potencia y dosis. El arquetipo del alimento hipotéticamente adictivo. En el caso de los modelos animales, tenemos trabajos que ilustran cómo animales con conductas adictivas y atracones exhiben mayor propensión hacia las populares galletas Oreo que a su comida típica o pienso para ratas. Igualmente, ratas alimentadas con alimentos procesados como tarta de queso muestran una desregulación en los sistemas dopaminérgicos en el modo que sucede en respuesta a otras drogas de abuso. Otra muestra de adicción a este tipo de alimentos procesados en modelos animales –asumiendo sus limitaciones– lo vemos en trabajos en los que los animales siguen peleando por ingerirlos pese a recibir castigos –foot shock– en forma de pequeñas descargas eléctricas, lo que supone una total rendición frente al deseo y ansia por alcanzarlos, algo que no ocurre con sus alimentos típicos. Con estos mimbres, las chicas de Michigan se dispusieron a analizar qué alimentos serían los más adictivos en dos estudios con distintas muestras representativas. Basándose en las características farmacocinéticas de las drogas de abuso como dosis y tasa de absorción, evaluaron si los gramos de grasa, carga glucémica o sodio pudieran tener un mayor o menor impacto sobre las conductas adictivas. El grado de procesamiento del alimento fue per se un factor distintivo de este tipo de conductas. Del mismo modo, los individuos con mayor puntuación en la escala YAFS mostraron una marcada preferencia por los alimentos con una carga glucémica elevada, más que por la cantidad neta de CH. Por su parte, las grasas, pese a aumentar la palatabilidad de los alimentos y activar regiones somatosensoriales del cerebro, se hallaron entre los más deseados pero siempre que se encontraran en el mismo alimento junto a los carbohidratos refinados. En el estudio primero, con 120 estudiantes universitarios, los 10 alimentos más problemáticos fueron de mayor a menor: chocolate, helado, patatas fritas, pizza, galletas, chips, tarta, palomitas de mantequilla, cheeseburger y muffins. En el estudio segundo, con una muestra de 398 participantes, el orden fue el siguiente: pizza, chocolate, chips, galletas, helado, patatas fritas, cheeseburger, refrescos y tarta. Huelga señalar que, en este caso, nueve de los diez de los alimentos que encabezaron la lista fueron altamente procesados y ricos en grasas y carbohidratos refinados. En lo que respecta a la prevalencia de dicha adicción a la comida, un reciente trabajo de 2018 de Gearhardt et al. reportó que un 15% de la población norteamericana cumpliría los criterios de adicción del mFYAS. Casi el doble a lo observado en Alemania, donde tendrían una prevalencia del 7.9% según un estudio online basado en cuotas para obtener una muestra nacional más representativa. Un hecho que podría estar relacionado con la mayor tasa de obesidad existente en EE.UU. y volumen de alimentos altamente procesados. Recordar que en EE.UU. la adicción al alcohol sería del 13.3% y del 20% la del tabaco. Por su parte, un meta análisis de Pursey et al. publicado en Nutrients reseñaba una prevalencia del 19.9%, señalando asimismo la gran heterogeneidad de los trabajos analizados. No obstante, ninguno de los estudios del meta análisis fue realizado en países de bajos recursos económicos. De igual, pocos trabajos han estudiado la prevalencia en la coexistencia de otros trastornos mentales y psicopatológicos con la adicción a la comida. Un hecho de importancia, considerando que existe evidencia al respecto de la asociación entre adicción a la comida y mayor prevalencia de síntomas depresivos y ansiosos. Al igual que ocurre con el abuso de otras sustancias, las tasas de adicción a la comida serían mayores en adultos de estatus socioeconómicos más altos. No obstante, los autores sugieren que dicho fenómeno podría deberse al hecho de que las personas de mayor estatus socioeconómico son más sensibles a la hora de auto-reportar problemas con la comida, del mismo modo que otros trabajados han hallado que estos individuos están más concienciados por los ideales del cuerpo y tienen mayor probabilidad de percibir el sobrepeso. Sin embargo, el desafío se hallaría en evaluar con mayor precisión esta conducta adictiva en los sujetos con menores ingresos, donde el consumo de alimentos procesados es más frecuente por su asequibilidad y donde su consumo es percibido casi como norma. De hecho, existiría una relación entre IMC, menores ingresos y adicción a la comida, una relación que no se da cuando analizamos IMC elevado y mayores ingresos económicos. Recordemos pues que son las personas de menos recursos los que se hallan más limitados a la hora de acceder a alimentos frescos. Respecto a la masa corporal recién nombrada, los trabajos de las personas de bajo peso y obesas exhiben mayores tasas de adicción a la comida que aquellas otras con normopeso y sobrepeso. La cuestión que atañe a las personas de menor peso necesitaría no obstante de más investigación, al existir indicadores conductuales que pudieran mimetizarse con los comportamientos observados en la adicción real y que como tal quedarían registrados (por ejemplo, comer más porciones de pizza de las pretendidas al no tener frenos ni reglas relacionadas con la ingesta asociada a una preocupación por el peso en un momento dado y no por puro deseo irrefrenable o adicción) En relación a la edad, dicho fenómeno se daría principalmente en personas jóvenes, de tal modo que las tasas de adicción incrementarían hasta los 35-44 años, para decaer después de los 45, lo cual podría ser un reflejo de los cambios producidos en las décadas pasadas en relación al ambiente de los alimentos (por ejemplo, porciones cada vez mayores y accesibilidad a ultraprocesados). Otra hipótesis barajada sería la de los cambios neurobiológicos producidos en los sistemas dopaminérgicos a lo largo de la vida que pudieran reducir la capacidad de respuesta de los sistemas de recompensa frente al estímulo de sustancias adictivas. Finalmente, hacer referencia a los determinantes psicosociales posiblemente implicados en el fenómeno. Un reciente trabajado publicado en Brasil y en el que también participó Ashley Gearhardt, observó un 4.3% de prevalencia, con una mayor presencia entre mujeres. Respecto a lo último, existe evidencia clínica y preclínica para explicar las diferencias entre géneros en relación al ansia por alimentos altamente palatables y procesados mediada por hormonas sexuales en los circuitos cerebrales, como los trabajos de Hallam et al. Por otro lado, hemos podido observar cómo el abuso psicológico y sexual durante la infancia se asocia positivamente con el comportamiento adictivo en mujeres. Un meta análisis de Danese et al. indicó en 2014 que el maltrato infantil es por sí mismo un factor de riesgo para la obesidad. Considerar que dadas las similitudes neurobiológicas y conductuales observadas entre obesidad y abuso de sustancias, se sugiere que la adicción a la comida podría ser un fenotipo clínicamente significativo dentro de la obesidad; pero hasta el momento sería tan sólo una hipótesis. Una vez analizado someramente todo lo concerniente a los interesantísimos trabajos de las chicas del FAST, subrayar como reverso a su teoría la posición de Hebebrand et al. en relación a lo que –bajo su punto de vista– sería no una adicción a determinados alimentos, sino al propio acto de comer. Un choque de posiciones apasionantes que ya se encargan de rebatir Gearhardt y Schulte en un reciente artículo para la revista Appetite. Una posición la de Hebebrand que pudiera hacer aguas por los muchos trabajos experimentales con modelos animales, estudios con técnicas de neuroimagen, herramientas psicométricas y todo el trabajo de cantería que poco a poco va andamiando el cuerpo teórico y práctico de un fenómeno aún no comprendido en su amplitud y llamado a seguir dándonos años de debate acalorado sobre si existe como tal o no. Sólo queda tener presente la máxima de nuestro recién fallecido Jorge Wagensberg respecto a que «la ciencia está convencida de que debe buscar la verdad y la religión está ya convencida de que la tiene». Trabajo queda y mucho. REFERENCIAS:
-EM Schulte et al. Associations of Food Addiction in a Sample Recruited to Be Nationally Representative of the United States. Eur Eat Disord Rev. 2018 Mar;26(2):112-119 - Pursey, K.M., Stanwell, P., Gearhardt, A.N., Collins, C.E., Burrows, T.L., 2014. The prevalence of food addiction as assessed by the Yale Food Addiction Scale: a systematic review. Nutrients 6 (10), 4552–459 -PR Nunes-Neto et al. Food addiction: Prevalence, psychopathological correlates and associations with quality of life in a large simple. J Psychiatr Res. 2018 Jan;96:145-152 - Schulte E et al., A commentary on the "eating addiction" versus “food addiction” perspectives on addictive-like food consumption. Appetite. 2017 Aug 1;115:9-15 - EM Schulte et al. Which Foods May Be Addictive? The Roles of Processing, Fat Content, and Glycemic Load. PLoS One. 2015 Feb 18;10(2):e0117959 La estupidez adulta, al igual que el papel, lo aguanta todo. Lo decente y lo indecente. Entre ello, mantener esa reacción tan extendida de contemplar al niño rellenito como algo gracioso, entrañable si cabe. Máxime si lo vemos realizar alguna actividad física como el correr. Hasta que, con el tiempo, caemos en la cuenta de que ese niño que tan torpemente se desenvuelve en el desarrollo de sus actividades cotidianas sufre. Y sufre no solo en su fuero interno, sino que sufre físicamente; es decir, padece dolor crónico como comorbilidad asociada a la obesidad. El problema es que muchas de las veces tardamos años en apreciar su dolor. Otras tantas, ni siquiera lo apreciamos. Y en la mayoría de los casos, ignoramos su estrecha relación con la obesidad. En un trabajo de 2016, Hainsworth et al., entrevistó a 233 padres de niños tratados en una clínica multidisciplinar para el dolor pediátrico. La mayoría de los padres de niños obesos manifestó creer que el peso corporal de sus hijos no contribuía en absoluto al dolor ni que fuera relevante para el tratamiento del mismo. Por su parte, sólo una mitad asumió la importancia de la nutrición y la actividad física como un elemento de importancia en el tratamiento del dolor. Todo ello no hace sino dibujar la necesidad de integrar a los padres en el manejo de la obesidad de los niños antes incluso del tratamiento mismo, en tanto que educarlos en la eliminación de percepciones erróneas en relación al vínculo entre peso y dolor. Claro que el interés de Hainsworth por conocer la percepción de los padres no es arbitrario. Y es que, cuatro años antes, publicó un trabajo en relación al dolor en los niños obesos en la revista Infant, Child, & Adolescent Nutrition. Sobre una muestra de 74 niños de 11.7 años de media, evaluó el dolor previo, intensidad del dolor y característica del dolor durante un test de 5 minutos de paseo. El 73% reportó dolor previo, el 47% manifestó sufrir dolor el mismo día del programa y, lo más lancinante, el 42% de todos ellos sufrió dolor severo. Un dolor que fue localizado generalmente en los miembros inferiores y en relación a la actividad física. Así pues, los autores sugirieron que el dolor debería ser reconocido como una comorbilidad de la obesidad pediátrica. Deere et al., por su parte, encontró que los adolescentes obesos tienen mayor probabilidad de reportar dolor musculoesquelético, incluyendo dolor de rodilla y dolor crónico general (CRP). Señalar que además los sujetos obesos obtuvieron mayores puntuaciones a la hora de evaluar el dolor de rodilla y CRP que los no obesos, lo que sugiere un fenotipo más severo y con una peor prognosis. Por su parte, la prevalencia de dolor crónico de espalda en niños se sitúo en un rango entre 14-24%, siendo de hasta un 8% el dolor generalizado. Claro que no solamente podemos tener en cuenta el dolor musculoesquelético. Sabemos igualmente que los niños obesos reflejan más frecuentemente dolor abdominal y dolor de cabeza, además de tener una mayor prevalencia de cuadros depresivos y ansiosos. Un dolor que, en términos generales, interfiere con sus actividades funcionales cotidianas, como la atención en el colegio y los eventos sociales. Asimismo, estos niños reportan mayor estrés y desafíos psicosociales que sus pares no obesos, traduciéndose en un riesgo incrementado de alteraciones psiquiátricas en la edad adulta. Por otro lado, recalcar que solamente una quinta parte de estos sujetos tiene una causa específica o diagnóstico médico que identifique por sí mismo su dolor. Sin embargo, la asociación es visible: un 40% de los niños con dolor crónico sufriría de sobrepeso u obesidad, como a bien tiene a subrayar uno de los trabajos de Wilson AC et al. más referenciados en esta área y publicado la Clinical Journal of Pain, de modo que el peso sería por sí mismo un predictor de las limitaciones físicas con las que nos encontraríamos a la hora de realizar actividades vigorosas. Sin embargo, es en relación a esta actividad física donde se enmaraña el asunto. Y es que sabemos que los niños tienden a relacionar su menor actividad física con el dolor sufrido. En cambio, los padres lo suelen achacar al propio peso de los mismos. Es decir, por un lado tendríamos a unos niños sumidos en una espiral de ausencia de actividad física y dolor aumentado capaces de mermar la calidad de vida y autoestima de los mismos; y, por el otro, unos padres totalmente ajenos a la realidad de esos pequeños en lo que concierne a su actividad física, peso y relación con el dolor. Lo que sería vivir en un completo y lejano mundo paralelo. Y un dolor que no hace sino reflejar una marcada reducción en la salud osteoarticular y cambios en la estructura musculoesquelética capaces de influenciar negativamente el rendimiento motor, incluyendo fuerza muscular, equilibrio y capacidad para caminar. Asimismo, la flexión de cadera y rodilla también se ve afectada en niños obesos debido a la contracción concéntrica de los flexores de la cadera, resultando en cambios en la forma de caminar para hacer frente al aumento en la masa corporal. También vemos en estos niños un riesgo aumentado de sufrir fracturas óseas, lo que no haría sino engrasar aún más el círculo vicioso de incapacidad, dolor, menor actividad física y obesidad. Con estos mimbres, se antoja no sólo torpe, sino además irresponsable el condenar a estos niños a realizar actividades físicas de alto impacto como lo son el correr. Es evidente y lógico que estos niños no quieran salir a reventarse pies y rodillas corriendo por el parque. Y no por vagos, sino por una mezcla de incapacidad, dolor, vergüenza y baja autoestima. ¿Querrías acaso correr tú con un sistema musculoesquelético tan mermado y sufriendo dolor a cada zancada? R Mesquita et al., en un trabajo publicado el mes pasado en Gait & Posture, estudió a 42 niños obesos de entre 5 y 10 años de edad, hallando que la obesidad en la infancia se asociaba a un incremento en la presión plantar durante la actividad de correr que obligaba a los niños a autoregular su velocidad de carrera a fin de evitar la incomodidad y dolor en las plantas. Este hecho apoyaría la idea de que los niños obesos tienen un mayor riesgo de desarrollar incomodidad y dolor en los pies asociados a la actividad física. Todo ello, sumado al rosario de descompensaciones estructurales posibles, como la pérdida del arco longitudinal del pie, capaz de afectar la función dinámica de la amortiguación de los mismos; pérdida de contacto mediante la columna lateral del pie con desplazamiento completo de la carga hacia la superficie plantar, pudiendo aparecer callos medioplantares e incluso úlceras por la presión plantar mantenida; pérdida del arco transversal y formación de juanetes o bunios (hallux abductus valgus); la incapacidad para tolerar cargas durante la ejecución de actividades de la vida cotidiana, etc. no hacen sino engrandecer una bola de nieve que se desliza colina abajo. Y unas sobrecargas constantes capaces de desencadenar asimismo problemas osteoarticulares mayores. A saber, tibia vara, genu varu, deslizamiento de la epífisis capital del fémur (SCFE), osteoartritis, etc. Así las cosas, debemos ser conscientes de que la obesidad infantil encierra muchos y graves problemas cotidianos con los que los niños han de lidiar con mejor o peor suerte cada uno de los días que sale el sol. Baja autoestima, vergüenza, estrés, ansiedad y, por si fuera poco, dolor físico. Es decir, una vida repleta de interferencias y señales que se pierden y no acaban por llegar a ningún lugar. Y unos padres que, muchas de las veces, lejos de ser parte de la resolución del problema, lo sobredimensionan por su mala gestión. Sólo la comprensión, la empatía y el trabajo multidisciplinar podrán cortar el nudo gordiano de un problema que no hace sino crecer en nuestro contexto sociocultural actual. Ningún niño merece tener que aprender a convivir con el dolor permanente. REFERENCIAS:
-KC Deere et al. Obesity is a risk factor for musculoskeletal pain in adolescents: Findings from a population-based cohort. Pain. 2012 Sep;153(9):1932-8 -KR Hainsworth et al. “What Does Weight Have to Do with It?” Parent Perceptions of Weight and Pain in a Pediatric Chronic Pain Population. Children (Basel). 2016 Dec; 3(4): 29. -KR Hainsworth et al. Pain as a Comorbidity of Pediatric Obesity. Infant Child Adolesc Nutr. 2012 Oct 1; 4(5): 315–320. -AC Wilson et al. Obesity in children and adolescents with chronic pain: associations with pain and activity limitations. Clin J Pain. 2010 Oct;26(8):705-11 -R Mesquita et al. Childhood obesity is associated with altered plantar pressure distribution during running. Gait Posture. 2018 Mar 14;62:202-205 -SM Smith et al. Musculoskeletal pain in overweight and obese children. Int J Obes (Lond). 2014 Jan; 38(1): 11–15 Jennifer Temple es directora del Nutrition and Health Research Laboratory de la Universidad de Buffalo, EE.UU. Entre sus temas de investigación, se halla el estudio del impacto de la cafeína en el comportamiento, fisiología y estado de ánimo de niños y adolescentes. De hecho, sus trabajos han sido de los primeros en sondear este grupo poblacional en relación al consumo del que es el estimulante más consumido en el mundo. Sin embargo, gran diferencia de forma y fondo separa el patrón de consumo de niños y adultos. A saber, en los primeros, el consumo de cafeína es principalmente a través de refrescos de cola, los cuales también tienen grandes cantidades de azúcar añadida, lo que supone la activación de las áreas de recompensa de un modo similar al que lo hacen otras drogas de abuso como la nicotina. Así pues, esta similitud entre el azúcar y otras drogas de abuso abre la posibilidad de que el azúcar potencie la sensibilidad, preferencia y consumo de cafeína a través de estas bebidas. No en vano, la cafeína también puede activar los sistemas dopaminérgicos, de tal modo que el consumo aparejado de cafeína y azúcar en bebidas podría actuar sinérgicamente en la liberación de este neurotransmisor y, como consecuencia, reforzando aún más el consumo de las mismas. Por otro lado, el cese o retirada en el consumo de cafeína produce en adolescentes los mismos síntomas que en adultos consumidores: dolor de cabeza, somnolencia y fatiga (observado menos en los niños). Cabe señalar que en adultos, dosis moderadas de 200-350 mg disminuyen la frecuencia cardiaca y aumenta la presión sanguínea, al tiempo que aumentan los sentimientos de bienestar, mejora en la concentración y aumento en la excitación y energía. Por el contrario, dosis mayores a 400 mg producen sentimientos de ansiedad, náusea y nerviosismo. En el caso de niños y adolescentes, vemos las mismas respuestas en cuanto a efectos cardiovasculares y subjetivos. En cambio, dosis de 100-400 mg aumentan el nerviosismo, irritabilidad e inquietud. Huelga señalar que las respuestas subjetivas son más acuciantes en hombres que en mujeres. De hecho, las respuestas subjetivas a la cafeína varían en las mujeres según la fase del ciclo menstrual. Una posible respuesta la hallamos en los niveles de estradiol. A la fecha, sabemos que esta hormona reduce el metabolismo de la cafeína, afectando así a la vida media de la misma. Concretamente, inhibiendo la actividad del citocromo P450, resultando en un menor aclaramiento de la sustancia. Recordemos que hombres y mujeres experimentan diferentes respuestas subjetivas respecto a otras drogas como las anfetamina. Estudios han mostrado que dicho aclaramiento de la cafeína es menor en la fase lútea en comparación con la fase folicular. De igual, existen menores respuestas subjetivas positivas durante la fase folicular, lo que pone de relieve dichas variaciones a lo largo del ciclo. Hacer notar que en los trabajos de Temple, la fase del ciclo menstrual fue determinada midiendo los niveles de hormonas sexuales a través de la saliva en lugar del autoinforme, lo que minimiza ciertos sesgos. Por tanto, esto abre la posibilidad de que los chicos generen mayor tolerancia y, de este modo, muestren unos efectos más reducidos tras el consumo de cafeína, ingiriendo así mayores cantidades que ellas. Igualmente, es posible que las chicas consuman menos cantidad de cafeína al experimentar en menor medida los efectos estimulantes y reforzadores que hallan ellos. Otro asunto importante ya columbrado en varios estudios es que, posiblemente, los efectos positivos de la cafeína en los consumidores crónicos no sean por la cafeína en sí, sino como resultado de eliminar los efectos negativos de la abstinencia. Es decir, no sería tanto el efecto estimulante, sino la reversión de la abstinencia. A la hora de estudiar los patrones de consumo entre niños y adolescentes, vemos que éstos distan bastante del observado en adultos. Mientras que en los adultos el consumo de cafeína tiene que ver más con el hecho de combatir la fatiga –además del consumo hedónico que observamos en relación al café–, en niños y adolescentes el consumo de esta cafeína se halla más relacionado al hecho de tener un subidón, rendimiento deportivo y sentirse más llenos de energía. Es decir, representan sus motivaciones con un lenguaje más ligado a la mejora del estado de ánimo y el rendimiento, mientras que en adultos está más relacionado con la reversión de la abstinencia. Es por ello que los niños y adolescentes suelen beber más bebidas energéticas –el XXL de la cafeína–, mientras que las chicas beben más té. Este asunto no es nada baladí, habida cuenta que las bebidas energéticas tienen mucha más cafeína, por lo que posiblemente los chicos se autogeneren ese mayor disfrute o requerimiento de dosis mayores de cafeína que las chicas. En relación a esto, cabría preguntarse si las chicas consumen menos bebidas energéticas porque no perciben del mismo modo los efectos subjetivos positivos de la cafeína o, por el contrario, no experimentan dichos efectos puesto que consumen menos bebidas con un alto contenido en cafeína. Hasta el momento, desconocemos el sentido de la casualidad. Respecto al auge de las bebidas energéticas y su consumo entre niños y adolescentes, hemos de tener presente que éstas suelen presentar cantidades de cafeína entre los 80-320 mg por servicio, existiendo referencias de algunas con hasta 505 mg. Es por ello que la Academia Americana de Pediatría y la Asociación Médica Americana apoyen la restricción de este tipo de bebidas a menores de edad. Hemos de tener presente que la cafeína es el único compuesto psicoactivo permitido legalmente a menores. Del mismo modo, debemos tener presente que la FDA limita el contenido de cafeína en bebidas carbonatadas a 71 mg por servicio. Sin embargo, las bebidas energéticas hallan su especial coladero al ser vendidas como suplementos alimenticios, por lo que no son sometidas al mismo procedimiento regulatorio, en parte porque la cafeína está considerada como GRAS (Generally Recognized As Safe); es decir, que bajo las condiciones de consumo habituales es segura. Claro que lo habitual para un niño y adolescente no es ese consumo XXL que vemos a través de las bebidas energéticas. De hecho, la Asociación Americana de Pediatría limita el consumo de cafeína en niños a 100 mg/día. Por tanto, debemos hacer una clara distinción entre el consumo adulto y el infantil, en tanto que hablamos de un segmento poblacional donde sus cerebros aún se hallan en desarrollo, consumen diferentes tipos de bebidas cafeinadas –azucaradas y en grandes cantidades, generalmente– y por diferentes razones. Otro problema que se nos presenta en relación a las bebidas energéticas es su asociación al primer consumo de alcohol. Son muchos los adolescentes que mezclan destilados con bebidas energéticas. Estudios de laboratorio han demostrado en personas y animales que cuando una bebida energética o cafeína es ingerida con alcohol, aumenta el deseo o urgencia de ingerir más alcohol que con la misma dosis de alcohol sola. Del mismo modo, como ya hemos señalado, la cafeína aumenta la señalización de las vías adrenérgicas, produciendo un aumento en la presión sanguínea, glucosa en sangre y broncodilatación. Un aumento agudo en la presión sanguínea inocuo en personas sanas, pero que desconocemos en niños, quienes poseen tamaños corporales más reducidos y una tolerancia no desarrollada hacia los estimulantes. Recordar que la FDA considera seguro un nivel de cafeína en bebidas carbonatadas que no exceda las 200 ppm (0.02%). Para un niño de 50 kg de peso, la cantidad relativa hallada en una lata de 0.33 L sería de 1 mg/kg. Por su parte, Nawrot et al. determinaron que hasta 2.5 mg/kg/d no se asocia con efectos adversos. Una dosis claramente rebasada en muchos niños en nuestro contexto sociocultural actual. Sin embargo, Kristjansson et al. encontraron que dosis menores a 0.6 mg/kg/día en niños de 10-12 años se asociaban a problemas en el sueño. En otro trabajo con adolescentes entre 12-18 años, aquellos que dormían 8-10 horas consumían de media 54 mg de cafeína, mientras que los que dormían tan sólo 3-5 horas consumían de media 157.6 mg de cafeína (2.77 mg/kg). Esto pone de relieve otro de los eternos inconvenientes y problemas relacionados con el consumo de cafeína en niños y adolescentes: la alteración del sueño en un momento del desarrollo donde tanta importancia tiene el mismo. En relación a la toxicidad aguda, existe literatura respecto a desenlaces letales y no letales en adolescentes en rangos de consumo entre 495 mg y 51.6 gr de cafeína. Eludiendo un caso de muerte con un consumo de 51.6 gr de cafeína mediante comprimidos por fallo respiratorio y hemorragia cerebral, así como dos intentos de suicidio (12 gr de cafeína) que llevaron a los adolescentes a un estado de hiperventilación y colapso cardiaco, además de vómitos, taquicardias e hipokalemia, el resto se hallaría relacionado al consumo de bebidas energéticas, con unos rangos de ingesta de cafeína entre los 480-800 mg de cafeína. Los efectos adversos manifestados serían hipertensión, palpitaciones cardiacas, taquicardia e hipokalemia. Así pues, de acuerdo a la enjundiosa revisión sistemática de Wikoff D. et al publicada en la prestigiosa Food and Chemical Toxicology, podemos establecer el límite de 10 gr para los desenlaces letales y 2.5 mg/kg/d para los no letales. Con estas cartas sobre el tapete, vemos claramente que el consumo de cafeína en niños y adolescentes presenta unas claras diferencias respecto a su contraparte adulta tanto en la forma como en el fondo. De forma, en tanto que el tipo de bebidas y cantidades a las que recurren distan lo suficiente unas de otras. Y de fondo, habida cuenta que las razones que mueven a adultos y niños/adolescentes a ingerir este compuesto psicoactivo son sustancialmente diferentes, entrañando incluso ciertos riesgos y peligros entre estos últimos. Hasta hace poco tiempo, los adultos fuimos los primeros en desatender la importancia que se esconde tras este primer consumo en los menores. Por suerte, investigadores como la buena de Jennifer Temple han decidido cruzar el Rubicón y dar el aldabonazo preciso sobre un asunto que, sin adquirir la dimensión de otros mayores como lo son los relacionados con el consumo de alcohol entre los más jóvenes, adquiere su propia dimensión considerando que precisamente ambos consumos se cruzan y dan la mano cada vez con más frecuencia entre nuestros adolescentes de un modo simultáneo. REFERENCIAS:
-JL Temple et al. Cardiovascular Responses to Caffeine by Gender and Pubertal Stage. Pediatrics Jun 2014, peds.2013-3962 -JL Temple et al. Effects of acute caffeine administration on adolescents. Exp Clin Psychopharmacol. 2010 Dec;18(6):510-20 -Wikoff D. et al. Systematic review of the potential adverse effects of caffeine consumption in healthy adults, pregnant women, adolescents, and children. Food Chem Toxicol. 2017 Nov;109(Pt 1):585-648 -CP Curran et al. Taurine, caffeine, and energy drinks: Reviewing the risks to the adolescent brain. Birth Defects Res. 2017 Dec 1;109(20):1640-1648 La dieta occidental contiene de media entre 5-15 gramos de gluten/día. En el caso de los individuos celíacos, ingestas tan bajas como 50 mg/día pueden llegar a producir daños. De hecho, la exposición incontrolada al gluten en estos sujetos puede acarrear problemas de salud de larga duración como anemia, malnutrición e incluso linfoma. Y no hablamos de una exposición irresponsable o deliberada. No. Hablamos de una exposición involuntaria en aquellos sujetos que ya se hallan sometidos a una dieta libre de gluten; es decir, lo que sería una exposición accidental. Hace apenas dos meses vimos publicado en el prestigioso AJCN un trabajo en el que los autores estudiaron precisamente esta ingesta inadvertida en individuos celiacos. Para ello, recurrieron a dos ensayos previos en los que cuantificaron las cantidades de gluten ingeridas mediante heces y orina, así como a otro trabajo experimental sobre el estudio de la latiglutenasa en pacientes celiacos, en cuyo caso la cantidad de gluten eliminada fue estimada mediante la relación entre la altura de las vellosidades y la profundidad de las criptas (Vh:Cd). Según el análisis de las heces, los individuos sanos no celiacos manifestaron un consumo medio de 7.8 gr, una ingesta acorde con los 5-15 gr/d reportados previamente en una dieta típica occidental. En el caso de los individuos celiacos sujetos a una dieta libre de gluten, vemos que los mayores de 13 años mostraron un consumo medio de 244 mg; los niños entre 4-12 años, 387 mg de media; y los niños de entre 0 y 3 años, 155 mg. Por su parte, de acuerdo a las estimaciones en base a los análisis de orina, los adultos no celiacos arrojaron un consumo medio de gluten del orden de 5.7 gr, mientras que los niños mostraron una media de 4.4 gr. En el caso de los individuos celiacos adultos, la ingesta media fue de 363 mg, mientras que en los niños lo fue de 316 mg. En este caso, el 30% de los adultos y el 32% de los niños habrían consumido >300 mg de gluten/d Finalmente, de acuerdo a los cálculos basados en el ensayo clínico con el fármaco experimental latiglutenasa (ensayo de vida real o RWD), se evidenció que el daño sobre la mucosa ocurre más rápidamente que su recuperación, estimando en este caso una ingesta media de 228 mg/d. Conviene subrayar que en este ensayo, el grupo placebo también mostró mejoras histológicas (posible efecto Hawthorne), lo que hace sospechar que estuvieron consumiendo previamente al ensayo cantidades significativas de gluten de un modo inadvertido. Así pues, vemos que el consumo accidental o incontrolado de gluten parece ser mayor del que solemos considerar. Dicha práctica puede llegar a tener consecuencias clínicas en la evolución del paciente e incluso el mantenimiento en el tiempo de los ciclos de mejora y retroceso. De hecho, según el trabajo analizado, entre un 3-19% de los pacientes consumirían más de 600 mg/d, unos niveles capaces de desencadenar respuestas sintomáticas severas capaces de producir daños histológicos. No en vano, conviene tener en consideración pues que ingestas entre 20-50 mg/d podrían desencadenar por sí mismas estos desenlaces descritos líneas arribas. Es por ello que la FDA determina que los alimentos etiquetados como libres de gluten deben contener menos de 20 partes por millón (ppm) del mismo. En nuestro país, la Federación de Asociaciones de Celíacos de España (FACE) elabora anualmente la lista de alimentos aptos para celiacos. Hemos de tener en consideración, por un lado, los productos genéricos y, por el otro, los específicos. Los productos genéricos son aquellos que por su naturaleza no tienen gluten, de modo que serán aptos a menos que el etiquetado o fabricante especifique lo contrario. Un ejemplo podemos encontrarlo en ciertas especias como la pimienta, producto genérico que en ocasiones indica que puede contener trazas. En cuanto a los específicos, para que estos aparezcan en el listado de FACE, deben hacerlo a través de la marca de garantía “controlado por FACE” (más de 3500 productos), lo cual asegura que tiene <10 ppm. Igualmente, podrán aparecer por medio de la certificación ELS (Sistema de Licencia Europea) de la espiga barrada, el símbolo internacional Sin Gluten regulado por AOECS (Sociedad de Asociaciones Celiacas de Europa), lo que garantizará <20 ppm. Huelga señalar que FACE recoge en su listado un compendio de empresas que remiten a la lectura del etiquetado; es decir, empresas que no aportan información a FACE del contenido en gluten de sus productos. No obstante, hay que tener en consideración que si son etiquetados como “sin gluten”, deberán cumplir el reglamento 828/2014 que obliga a que dichos productos contengan <20 ppm. Con estos mimbres, se antoja complejo eludir estas ingestas accidentales e involuntarias en aquellos individuos sometidos a una forzosa y necesaria dieta libre de gluten. Recordemos que a la fecha, este es el único tratamiento disponible para dicha patología. Por tanto, su mayor o menor adherencia y, sobre todo, la precisión con la que se lleve a cabo a fin de evitar cualquier exposición involuntaria, será lo que determine una evolución favorable o, por el contrario, la aparición de las temidas recidivas. Así pues, somos conscientes de que la ingesta accidental no es nada baladí a la luz del trabajo aquí analizado, motivo suficiente para evitar por completo el consumo de aquellos fabricantes que remiten al etiquetado, y apostar más por los genéricos y aquellos otros en los que figure la espiga barrada, entre otros. REFERENCIA:
-JA Syage et al. Determination of gluten consumption in celiac disease patients on a gluten-free diet. Am J Clin Nutr 2018;107:201–207 Muy a menudo tropezamos con determinados sesgos cognitivos que vician y contaminan nuestra interpretación de la realidad. Un fenómeno con el que chocamos claramente al abrazar con pasión de monaguillo tal o cual "superalimento" (concepto que pertenece no a la ciencia de la nutrición, sino al nutricionismo más ramplón, entendido como algo claramente negativo e incluso peyorativo). Hoy mismo hemos podido ver en el American Journal of Clinical Nutrition una revisión sistemática y meta análisis en relación al consumo de aguacate y los factores de riesgo cardiovascular. A saber: CT, LDL, TG, ratio CT/HDL, ratio LDL/HDL y peso corporal. Pues bien, contra lo que cabría esperar, dicho meta análisis no halla diferencias en cuanto a CT, LDL y TG, pero sí en relación al HDL (+2.84 mg/dl). Igualmente, no se observaron diferencias significativas en cuando a glucosa en sangre, LDL oxidado, proteína C-reactiva, apolipoproteína B, IMC, presión sistólica y diastólica, así como niveles de fibrinógeno, IL-6, TNF y óxido nítrico sérico. Dos cuestiones podemos tener en consideración con este nuevo trabajo. Por un lado, lo ridículo del nutricionismo a la hora de plantear tal o cual beneficio de según qué alimento en base a uno u otro nutriente aislado. Por otra parte -y yéndonos a la orilla contraria de los lipófobos- cómo tampoco vale aquí el reduccionismo de evitar un alimento como el aguacate por su alto contenido en un nutriente concreto como lo son las grasas. Es decir, ni Bálsamo de Fierabrás, ni cicuta. Más al contrario, cabría considerar en su justo contexto la importancia de ese incremento en el HDL observado. De igual que va siendo hora de abandonar algo tan rancio y torpe como lo es el ver los alimentos según sus partes aisladas y no el compendio de todo él y su matriz, se hace necesario asumir lo bueno o malo en relación a la dieta como una suma de decisiones diarias respecto a los alimentos y no las fracciones aisladas de los mismos. REFERENCIA:
-H Mahmassani et al. Avocado Consumption and Risk Factors of Heart Disease: a Systematic Review and Meta-analysis. Am J Clin Nutr 2018;107:523–536. |